jueves, 30 de diciembre de 2010

Arrivederci


Un año acaba, otro empieza. Dejo Roma, vuelvo a Madrid. Sueño con Piazza Navona. Sueño que paseo para ir a trabajar. Sueño que vuelvo y le digo arrivederci. Porque Roma no se va. Estará ahí siempre, con su doble cara, eterna.

domingo, 5 de diciembre de 2010

¿Qué fue de la "canzone" italiana?

Esta semana se conoció la noticia de que Italia vuelve al Festival de Eurovisión, después de 13 años de ausencia. Buena o mala noticia, no lo sé, puesto que la canción “eurovisiva” nunca fue Santo de mi devoción. En todo caso, me sugiere a voces un interrogante: ¿Qué fue de la canción italiana?

Hace casi un año que vivo en Italia y me he hecho muchas veces esta pregunta. Empezaré por el principio. Desde mi primera semana en Roma he pasado varias horas entre los estantes de la Feltrinelli -una Fnac a la italiana- fascinada por decenas de discos de nombres conocidos, canciones de éxito y álbumes que quería descubrir. Gracias al lector gratuito de CD’s y a las largas tardes de lluvia "ojear" música se convirtió en una de mis actividades predilectas. Me perdía entre los interminables títulos de la “Canzone italiana”, intrigada por saber más sobre lo que habría detrás de Mina o Patty Bravo, de “Volare” o “Sapore di Sale”.

Descubrí a Rino Gaetano, un genio que hizo de la música buen rollo a pesar de presagiar su trágica muerte en una de sus canciones. En 1981, a los 31 años, murió tras un accidente de coche y después de que cinco hospitales romanos se negaran a atenderle. Un misterio que Italia aún busca resolver y que –suele ser así- le da un punto más para entrar en la selecta categoría de los mitos. Por cierto, uno de sus grandes éxitos, es -desde el mes de enero, por lo menos- sintonía de un anuncio televisivo.



Compré algunos discos: Franco Battiato, Ligabue, Vasco Rossi, Lucio Battisti... Me perdí entre tanto material, empaquetado en cuidadas ediciones, etiquetado con ofertas y reofertas especiales, anzuelo perfecto para todo cliente compulsivo. Luego abrí los discos, me detuve entre fotos y letras que tomé como divertidos ejercicios de lengua; confirmé que si el amor es el tema musical por antonomasia, en Italia más todavía; entendí que hay matices dentro de la “canzone”, que hay un mundo entre De Gregori y Al Bano. Hasta ahí desarrollé un placentero pasatiempo. Después llegó San Remo.

El Festival, durante años la antesala italiana a Eurovisión, contó este año, entre otros, con la participación del príncipe Emanuele Filiberto de Saboya –abucheado, ¡menos mal!, por el público- y trajo un nombre a los escaparates de la Feltrinelli: Valerio Scanu.

No quiero detenerme mucho en este chico de 19 años que se convirtió en el ganador más joven de San Remo, ni tampoco en sus canciones vacías y facilonas -lo siento, quizás él no tenga la culpa-. Pero entendí muchas cosas cuando su disco post-San Remo se convirtió en líder de ventas e invadió durante meses la Feltrinelli. Entonces me di cuenta de que todos esos artistas que había descubierto con tanto interés, incluido Rino Gaetano, pasaron en algún momento por el Teatro Ariston.

Ahí tuve claro que Italia y San Remo son paradigma de cómo la televisión ha instrumentalizado la música, subordinándola al entretenimiento, sustrayéndole su esencia en beneficio del poder mediático. En España, por desgracia, también tenemos numerosos ejemplos de este fenómeno. En Reino Unido también, no hay más que ver a Susan Boyle y compañía. Pero Italia se lleva la palma y, aunque unos pocos hayan sabido diferenciarse en ese pozo televisivo, su “canzone” sigue hoy el mismo recorrido que antaño, con el añadido de los Youtube, MySpace y demás cajones de sastre.

Por suerte, si uno tiene tiempo, puede ir a pequeños locales, a las revistas del género y también, por supuesto, a esos Youtube y My Space para excavar bajo ese escenario que promociona a artistas de cada vez más dudoso talento y que explota a sus viejos mitos hasta la saciedad. Gracias a esos canales he podido acercarme a nuevos grupos como Subsonica, Le luci della centrale elettrica, Zero Assoluto o Il teatro degli orrori, y me he dejado a muchos por el camino, grupos y artistas emergentes que, seguro, tienen mucho que ofrecer.


Hasta que se acerque San Remo seguirá siendo un placer bucear en la Feltrinelli. Y sonreiré siempre cuando escuche “La canzone del sole” y “Buonanotte fiorellino”, aunque para muchos sean excesivos terrones de azúcar. Me gustan esos cantautores, me gustan esas letras susurradas en la lengua (bien) hablada más bonita del mundo. Sólo me inquieta que Italia poco pueda hacer ya para librarse de la desgastada etiqueta de su eterno festival y que su vuelta a Eurovisión sólo sirva para volver a dibujarla.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Doppia faccia

Cae la noche, pronto, muy pronto. Los días se hacen cortos y siento que todo lo que brillaba en primavera se queda escondido bajo el silencio de un invierno prematuro. Se pierde entre el ruido impertinente del caos. Pienso en el camino de todos los días, de casa al trabajo, del trabajo a casa. Perfilo con la vista el Coliseo, de día, de noche. Tiene un doble rostro, indestructible al tiempo, blanco y negro. También sufre la polución y el tráfico.


Pienso en el doble rostro de Roma. Pasear por ella es viajar a las emociones más extremas. Sus cuestas, sus baches o sus encantadores y a la vez incómodos “sampietrini”, son sólo una pequeña parte visible de su inagotable repertorio de incoherencias y contrastes, que sorprenden al turista y golpean al ciudadano.

Pienso en el impacto que sentí al ver por primera vez los Foros Imperiales y en el trozo de Domus Áurea que se cayó y aún no ha sido restaurado; en la Fuente de los Cuatro Ríos y el repertorio obsoleto de los músicos de la plaza; en el olor a pizza, o a café, y el de la humedad que se pega a los cristales de mis ventanas; en la alegría que respiro en cualquier trattoria y la amargura que revela siempre alguien en cualquier autobús.

Pienso que Roma tiene dos miradas, pienso en la profesora de universidad que esta mañana decía que quería marcharse de la ciudad, con resignación y nostalgia porque indefectiblemente la ama. Pienso en el conductor del autobús, que también esta mañana decidió vaciar el vehículo porque había oído rumores de una manifestación estudiantil en Termini y pensó que no era buena idea seguir su recorrido. Pienso en la vecina que me abrió las puertas de su casa cuando se me estropeó el pasapurés y en los gritos que retumban en el primer piso cuando entro en el ascensor. Pienso en ese cartel antológico que alerta del peligro de su uso: “Chi si serve dell’acensore lo fa a suo uso e pericolo” –quien se atreva a subir asume las consecuencias-.




Pienso que, en realidad, todas las ciudades tienen dos caras y muchas más. Yo he visto dos caras de Roma, pero a partir de ahora la miraré de perfil. Le daré las gracias por sus golpes y regalos, seguiré asomándome al balcón y miraré atónita la cúpula de la iglesia de Santa Agnese cuando caiga el sol. Pronto me despediré de la plaza con un hasta luego. Volveré a buscarla algún día, volverá ella a mí. Y me acompañará siempre.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Estados de ánimo

Las ciudades tienen estados de ánimo. Una pose y un humor que en Roma, a menudo, dependen de su cielo.

En septiembre Roma se reorganiza. Poco a poco, las desérticas calles del Ferragosto se van repoblando. El silencio del verano recupera escalonadamente su sonido habitual, el del ruido de bocinas y motos. Ruido de caos. Las tiendas vuelven a abrir, los autobuses se abarrotan de gente. Se forman colas en los bares.

En septiembre vuelven el trabajo y el ritmo alocado de la capital. Los días frenéticos, la rutina. Pero el estado de ánimo es variable, porque aún quedan los últimos coletazos del verano. Un cielo gris puede volverse azul en un abrir y cerrar de ojos. Una noche oscura puede iluminarse con el destello más inesperado.

De repente el cielo se mueve. Se queja y se confunde entre el sol y la amenaza permanente de una tormenta. Cae la tarde y sopla el viento. Los árboles aúllan. No habrá más lluvias.

En septiembre a veces huele a tierra mojada. Y a veces las cosas cambian de color. Es de noche en Villa Borghese y vuelvo a un teatro revitalizado. Es mágico. Brilla más que la otra vez. Ha cambiado el cartel, con el mismo genio. Me regala un guiño. “La vida es una historia contada por un idiota, una historia llena de estruendo y furia, que nada significa”. Y Roma sonríe.

lunes, 16 de agosto de 2010

Versos de madera

Desde que tengo uso de razón, el teatro ha sido para mí uno de los pequeños placeres de la vida. Aún no sé por qué Roma no me había regalado ese placer desde que en el mes de enero fui a ver “Supermagic”, un recital de ilusiones que me hizo rememorar sueños y viajar a los recuerdos más lejanos de mi infancia.





















Cuando fui por primera vez a Villa Borghese, donde más de una vez me he perdido para encontrarme, no sabía que entre las ramas había un tesoro escondido que hiciera realidad ese placer. El placer de imaginar otros mundos, sentir emociones, abandonarse a esa catarsis que desvela una de las claves de la esencia humana: sentir como el otro, la compasión por el otro, la angustia o el consuelo de verse reflejado en el otro.

Todo esto lo encontré hace unos días en ese lugar escondido, un palacete de madera pintado de blanco como en un cuento de los hermanos Grimm. Entre los árboles de este parque se dibuja un teatro mágico para amenizar las noches de verano con versos de Shakespeare. Idéntico al que escuchó muchos de sus versos por primera vez y que él mismo recitaba con los miembros de su compañía.

Ellos eran “The Lord Chamberlain’s Men” y el teatro era “The Globe”, actualmente –desde que fue reconstruido- una de las mayores atracciones turísticas de Londres.

En esta villa romana, “The Globe” tiene una copia casi exacta. Y en ella viajé en el tiempo, a ritmo de panderetas y tambores, entre risas de bufones y caballeros malvados. Caí en la tentación de pensar si habrían cambiado tanto las cosas desde aquel entonces. Desde que el Globo fuera un lugar de encuentro para amantes furtivos, donde sólo actuaban hombres y adolescentes disfrazados de mujer.












Hay cosas que han cambiado, cosas que siguen igual. El temor a la peste acabó por un tiempo con las tablas. Los que hoy arrinconan la cultura culpan a la crisis. Los burgueses van en vaqueros. El público hace fotos –digitales-. Los guardianes de sala se comunican por móvil. Los versos de Shakespeare, en cambio, siguen más vivos que nunca. Y en realidad, después de haber escrito una crónica, sólo quería añadir eso. Fui a ver “Mucho ruido y pocas nueces” y Shakespeare me enseñó que el amor y la palabra van de la mano.




Benedicto: No hay nada en el mundo que ame como a ti. ¿No es extraño?
Beatriz: Tan extraño como algo que no conozco. Yo también podría decir que no amo nada en el mundo como a ti, pero no me creas. Y sin embargo, no miento. Nada confieso ni niego nada.

"Mucho ruido y pocas nueces", William Shakespeare (1600)

sábado, 14 de agosto de 2010

Claroscuro

Entre calor de espanto y escapadas, un viaje en el tiempo. Una ciudad que disputa su belleza con la dejadez. Nápoles. Me encontré en ella con el impacto de una primera imagen: la plaza de la estación. Revuelo de obras, tráfico, caos y mercados ambulantes. Me invadió una sensación de insalubridad sofocante, entre basura, desorden y un triste olor que oscurece las fachadas de palacios y edificios reales que algún día hicieron de “Parténope” una ciudad noble. La primera impresión suele ser crucial, pero esta máscara no es digna de Nápoles.

Descubro encantadoras calles estrechas con ropa tendida y estampas de la Madonna que me recuerdan que estoy en una de las ciudades más devotas del país. También la más peligrosa, de las más peligrosas de Europa, seguramente, con tasas de criminalidad escandalosas. Pobreza, delincuencia y todas las miradas hacia el forastero, que camina de puntillas y mide sus pasos a la defensiva.

De repente, Nápoles reparte imágenes genuinas, de película, un regalo para el ojo extranjero. Una fortaleza sobre el mar- el Castel del’Ovo-; un majestuoso templo de la lírica –el Teatro San Carlo-; parques entre mar y montaña –el Vesubio-; claroscuros –“El martirio de Santa Ursula” de Caravaggio-; reuniones familiares en la Piazza Dante y cafés de media tarde bajo las cristaleras de la Galleria Umberto I.

Quizás fue casualidad que en un solo día me topara con tres bodas, a cada cual más peculiar. La primera, en el castillo Sant’Elmo, me causó particular impacto: una novia que respondía al nombre de Monica, vestida de rojo carmín, rubia, con una terriblemente brillante peineta de purpurina y un colorido ramo de flores falsas. Un novio, demasiado delgado para ser napolitano, eclipsado por un padrino vestido de Elvis Presley con un traje cuatro tallas más pequeñas que la suya. El resto de invitados, no más de diez, saltaban de júbilo sin vergüenza y sin disfraz. Hablaban en incomprensible napolitano, pero entendí que su día feliz no necesitaba artificios ni trajes de gala.

Luego llegó el mar. Niños que jamás tendrán miedo a tirarse de cabeza entre las rocas. Padres que fuman, madres que gritan. Adolescentes que reman para algún día irse en busca de un futuro mejor, con la nostalgia de esos veranos interminables en esa ciudad que siempre será suya. Donde los niños crecen mirando al horizonte y los adultos ven el tiempo pasar.

Hornos de leña, pizza de infarto y Capri, una isla preciosa dañada por los abusos del lujo. Un barco que no zarpa a tiempo, un tren sin aire acondicionado, colas sin orden ni concierto, gritos y miradas de asombro ante un carácter que exaspera y hace sonreír.

viernes, 9 de julio de 2010

Entre silencio y un pulpo

Hoy, mientras España estaba pendiente del veredicto de un pulpo, Italia amanecía sin noticias. Nada de periódicos, nada de televisión ni teletipos. Redifusión y telediarios viejos. Sólo la televisión pública, Rai, emitió un breve informativo para cumplir con los servicios mínimos. Con noticias de ayer. Ni siquiera los diarios deportivos han actualizado sus webs y -¡Dios mío!- se han perdido el pronóstico de Paul.

Un día en blanco. Porque los periodistas, deudores de la voz del pueblo, no quieren –no queremos- cortapisas, no quieren una ley que proteja a aquel que tiene algo que esconder y que castigue con multas y penas de cárcel a los que publiquen el contenido de escuchas telefónicas interceptadas en investigaciones judiciales. La “ley mordaza”, la llaman.

Me quedo con eso que denominamos el derecho de información de los ciudadanos y salgo a la calle a preguntar a esos ciudadanos qué opinan al respecto. Y me encuentro con silencio.

“No te digo lo que pienso, porque me cabreo”, me espeta tajante una quiosquera de Campo di Fiori. ¿No debería ser al revés, –me pregunto- no deberías decirme lo que piensas, precisamente, porque estás cabreada? A veces es difícil alzar la voz, pero parece que Italia se ha quedado sin cuerdas vocales. Da la impresión de que vive con una mordaza desde hace mucho tiempo. Nadie sabe en qué momento empezó a hilarse, a diluir el espíritu crítico, pero está ahí, se articula a sus anchas. Y se empeña en callar a un país maravilloso.

El paro informativo coincidió con una huelga de transportes en contra de los recortes presupuestarios y muchos han equiparado una cosa con la otra.“No sabía que la huelga afectara también a los periódicos”, confiesa una clienta del mismo quiosco . Y baja el tono de voz cuando le pregunto si hoy por hoy un italiano es libre de decir lo que piensa. “Más o menos”, sugiere. Sin embargo, cree –o dice- que el país funciona mejor desde que Silvio Berlusconi es primer ministro. Todo un enigma.

El alegato a favor de la libertad de expresión fue bautizado como “jornada de silencio”, una paradoja si no fuera porque el silencio está en la calle prácticamente los 365 días del año. Por suerte hubo gente que hace una semana lanzó un grito de hartazgo en una manifestación contra esta clase política amparada por el abuso del poder. Más gritos y puede que la cosa cambie. Pero mañana, por desgracia, muchos dirán que la huelga ha sido un éxito. Y volverá a haber silencio.

En España, mientras tanto, pensamos en el pulpo. Quizás él tenga la clave.

sábado, 19 de junio de 2010

Confianza

Hoy se ha ido alguien que confiaba. En la justicia, en la democracia, en la libertad, en la igualdad, en la literatura. Alguien a quien siempre he debido la lectura de sus obras y a quien admiraba –y admiro- por el corazón que desprendían siempre sus palabras publicadas en los diarios. Gracias al espacio que abrió en internet, su cuaderno, a menudo me contagiaba de un optimismo crítico, de un pesimismo cargado de vida, de una mirada utópica que me activaba las neuronas y despertaba en mí ansias de aprender, de leer, de actuar y de vivir. Una mirada que recupero ahora al rescatar sus críticas a la pesada obra de teatro que ensombrece el país en el que vivo. Ojalá tus páginas sigan dándonos fuerza para confiar. Y ojalá algún día, donde quiera que estés, celebres que Italia es lo que merece ser.

"Si Cicerón todavía viviera entre vosotros, italianos, no diría “¿Hasta cuando, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? y sí: “¿Hasta cuando, Berlusconi, atentarás contra nuestra democracia?”. De eso se trata. Con su peculiar idea sobre la razón de ser y el significado de la institución democrática, Berlusconi ha transformado en pocos años a Italia en una sombra grotesca de país y a una gran parte de los italianos en una multitud de títeres que lo siguen aborregadamente sin darse cuenta de que caminan hacia el abismo de la dimisión cívica definitiva, hacia el descrédito internacional, hacia el ridículo absoluto.

Con su historia, con su cultura, con su innegable grandeza, Italia no merece el destino que Berlusconi le ha trazado con frialdad canalla y sin el menor vestigio de pudor político, sin el más elemental sentimiento de vergüenza. Quiero pensar que la gigantesca manifestación contra la “cosa” Berlusconi, donde serán leídas estas palabras, se convertirá en el primer paso para la libertad y la regeneración de Italia. Para eso no son necesarias armas, bastan los votos. En vosotros deposito mi confianza."
José Saramago, 7 de diciembre de 2009. Publicado en "El cuaderno de Saramago".

miércoles, 9 de junio de 2010

Olor a mar, sabor a Italia

Respiro el mar. Florecen recuerdos dulces. Veranos interminables. Un lugar que despierta mis ansias de primavera costera, mis ansias de mar. Es Italia. Pero todo me recuerda que he volado a otro lugar. Carrer Major o Via Carlo Alberto. Banderas conocidas y una lengua medieval. Alghero. Paseo en calma, entre palmeras y corales. Saboreo el ritmo pausado de una ciudad que no entiende de caos ni de tráfico. Un oasis, una diferencia, una curiosidad. Hablo, escucho, me cuentan. Mencionan esa ciudad que tanto amo. Barcelona. Una tierra lejana. Otra realidad.
Pero está cerca, por lo poco o mucho tiene en común con ellos. Lo primero, una lengua. Hablada, deformada con el paso de los siglos, convertida en una salsa de latinismos, sardismos e italianismos. Pero la misma lengua, al fin y al cabo. Y, lo más curioso, es que esa lengua, “la llengua catalana de l’Alguer”, no tiene aquí nada que ver con la política. Mucho con la identidad. Una identidad compartida, una riqueza cultural que unos pocos quieren conservar para evitar que la entierre el paso del tiempo, la ley de vida, el incierto trasvase generacional, la muerte de los padres, de los abuelos. “Porque forma parte de mi vida”, dicen. Porque es nuestra pequeña riqueza.

Puede que, hoy en día, ese tesoro se haya convertido en un atractivo turístico para aquellos que quieran viajar a Italia, comer pasta, ir a la playa y sentirse “como en casa”. O en un instrumento para los isleños que busquen una oportunidad en la metrópoli. Es curioso: hasta hace unos años viajar a Barcelona era una odisea. Pero vino un irlandés y propició que la ruta fuera mucho más sencilla que, por ejemplo, viajar a Cagliari, accesible sólo a través de estrechas carreteras e interminables curvas. Sí, tuvo que venir Ryanair. Antes de tirar por la borda todos los derechos del viajero, ese señor tuvo la genial idea de unir estas dos ciudades mediterráneas y crear un puente de conexiones que difícilmente podrá ser destruido a partir de ahora. Sólo queda potenciarlo.

Volví enamorada de Alghero y de Cerdeña. De sus paisajes, de su espectacular belleza natural. De la humildad de los sardos, a quienes a veces Roma ha dado la espalda, resignados a ser los hermanos pequeños de la monumental Sicilia. Pero sonríen. Encuentran la felicidad en las cosas más pequeñas, que suelen ser las más grandes.



















Aproveché para conocer Palau y la Costa Esmeralda, destino exclusivo de ‘celebrities’. Bonito, sí. Pero un parque temático del lujo, artificial, “plantado” por la opulencia de unos pocos. Un paraíso de ficción. Acondicionado para el elogio de la apariencia.

Me quedo con la emoción de un ‘road trip’ de indescriptible belleza, que me ha hecho nadar entre colores infinitos. Con sabor a Italia. Con olor a verde y a mar. Porque, al margen de unicidades y palabras compartidas, Alghero y Cerdeña tienen algo muy valioso: el mar. Eso que tanto echo de menos y que, para mí, será siempre un sinónimo de felicidad.

lunes, 17 de mayo de 2010

Días de sol y lluvia

El mes de mayo es el mes de Roma. Y descubrirla, pasearla, es uno de los mayores placeres del mundo. La ciudad se llena de vida. La gente abre las ventanas y sale al balcón. Las plazas se llenan de flores. De luz. Los mercados tienen más colores, más olores. Perderse por las calles estrechas, que suben, bajan y se entrecruzan sin ninguna lógica, es una de las cosas que hay que hacer en el mes de mayo de esta ciudad desordenada. Tan caótica que es capaz de alterar los nervios de cualquiera. Tan bella que extasía.


Y en el mes de mayo el corazón de Roma se abre como el del más susceptible enamorado. Se deja ver, se deja oler, se deja tocar. Y su corazón es blando, impredecible. Se despierta, late, brilla, ríe. Llora. Son días de sol y lluvia. Sus rincones se vacían y se llenan, sin razón y por impulso.

De día, el gentío convierte Via del Corso, la calle más grande de la ciudad, en un lugar intransitable. Pero, igual que a veces hay que respirar hondo para entender lo indescifrable, adentrarse en el corazón de Roma requiere tiempo y ganas. Abocarse a las puertas secretas de esa calle, sin rumbo, es aterrizar en un sinfín de lugares, en innumerables oasis de belleza que penetran en la retina de uno como una flecha lanzada por cupido. Y me atrevo a decir que para siempre.



Si uno supera el trasiego inicial –esquivar coches, autobuses, cruzar entre el caos y perderse entre la masa de turistas- todo lo que viene después es impagable. Trazar un itinerario no tendría sentido. El recorrido es libre. La intuición es la premisa.

Cada vez que aterrizo en Vía del Corso desde Piazza Venezia, me cuesta pensar adónde ir. Me detengo como un forastero sin mapa, desorientada por mi propia incapacidad de trazar un camino lógico.

A veces tomo Via dell’Umiltà, donde se encuentra la sede de la “stampa estera”, centro de periodistas extranjeros y ruedas de prensa. Callejeo. Me sorprendo cada vez que llego a la Fontana di Trevi. Me hipnotiza el estruendo del agua. Me irrita la mercadotecnia turística, la insistencia en el consumo de objetos inútiles de ruido estridente. Pero nada ni nadie pueden romper la magia de ese lugar, al que estos días he acudido reiteradamente con la agradable excusa de alguna visita.

El mes de mayo también es el mes de las visitas, porque -claro está- la belleza de la primavera romana no es ninguna novedad. Y me sorprendo al hacer de guía en esta ciudad que, a veces, se resiste a hacerse mía. Que me sonríe y me trastorna. Pero empiezo a quererla.

El paseo puede seguir. Piazza di Spagna queda a pocos pasos y, no mucho más lejos, Piazza del Popolo y su panorama desde el Monte Pincio, que conviene disfrutar al atardecer. Pero Roma obliga a dosificar, a elegir. Cultiva la paciencia. El plan “b” es girar a la izquierda, atravesar Piazza de Sant’Ingazio o la imponente Piazza Colonna. Descubrir iglesias, pequeños comercios, cafés, “pizzerie”... A ese lado quedan el Templo de Adriano, el Panteón y Piazza Navona.

Cada día es una sorpresa. Cada experiencia en la laberíntica Roma es un desafío a los sentidos y a la vista. Y, en días de sol y lluvia, aprendo a formar parte de esta temperamental ciudad. A vivir sin la urgencia de ver y con el sueño de que, algún día, Roma también sea para mí una ciudad “eterna”.

viernes, 14 de mayo de 2010

El mosaico de Ozpetek contra el prejuicio

Dicen por ahí que el cine italiano ya no es lo que era. Puede que sea cierto. Ya no están Vittorio Gassman o Marcello Mastroiani. Ni Fellini o Passolini. Pero hay sorpresas agradables. Llegué a Ferzan Ozpetek gracias a una amiga que me proporcionó la banda sonora de su última película, “Mine Vaganti”, una de las que llegaron a la última gala de premios de la Academia del Cine Italiano. Y mereció la pena retener el nombre de este cineasta de origen turco, que firma títulos cargados de energía.

Salí del cine con una sensación indescriptible de consuelo. De entrada, podría decirse que “Mine vaganti” trata de la homosexualidad. Detrás de ese telón y de un tono de comedia se esconden decenas de reflexiones sobre la Italia actual, sobre los prejuicios, la apariencia, las relaciones humanas, el sentido del error. El miedo a dejar de ser o a ser lo que uno realmente es. La perdurabilidad de las emociones. La insolencia de “lo normal”. La aceptación.

Ozpetek presenta, en la ciudad de Lecce, a una familia burguesa propietaria de una fábrica de pasta legendaria. Un cuadro que puede darse en muchos pueblos del sur de Italia, al que sólo se puede reprochar cierta insistencia en el tópico, porque, por encima de eso, es un mosaico que arroja luz a cualquier zona geográfica.

En ese plano irrumpen cuestiones universales, preguntas con o sin respuesta y personajes perfectamente perfilados: un matrimonio "convencional", protagonizado por un padre incapaz de enfrentarse a su propia intolerancia; una abuela entregada a la libertad que no supo disfrutar de joven; una cuñada que se regala toneladas de nostalgia para aliviar su soledad y dos hijos que se debaten entre confesar su homosexualidad o sufrir en silencio. El final, si es que lo hay, queda abierto a interpretaciones y a ese interrogante que, para cada uno, es la vida en sí misma.

Todo un logro, en una Italia que se resiste a mirar hacia delante, que desmonta prejuicios y empuja a dejarse llevar como una mina.

“Mine vaganti” –Minas vagantes- se adentra en lo impredecible de la vida, en el descubrimiento de uno mismo, en la dificultad de la renuncia. Y sus diálogos golpean fuerte para recordarnos la esencia de lo que somos.
“Non bisogna aver paura di lasciare, perchè ciò che conta non ci lascia mai”
Tommaso - Riccardo Scamarcio

sábado, 24 de abril de 2010

Tormenta musical

Ayer pisé por primera vez el Circo Massimo de Roma. Una explanada inmensa. Olía a tierra mojada. A tormenta de primavera. En el siglo XXI, tiene la misma finalidad que en sus orígenes: el espectáculo. Pese a estar escondido bajo el aprecio descuidado de quienes lo custodian.

No eran carreras de cuadrigas las que congregaron ayer a miles de personas, sino un concierto para celebrar el “Día de la Tierra”. Y, después de un día espléndido, el planeta quería gritar. Una fuerte tormenta obligó a algunos a rendirse ante esos vendedores ambulantes que aparecen siempre dispuestos a vender el artilugio más –o menos- propicio: a veces mecheros, trípodes, bolsos... Ayer, paraguas. Muy acertado, para qué negarlo.

Nada más que un encuentro con un buen amigo merecía un plan tan descabellado, entre ruinas y bajo raudales de agua. Pero, por suerte y casi por arte de magia, la tormenta se esfumó al escuchar el timbre de Pino Daniele. Un polifacético napolitano que se dice cantante de blues y guitarrista autodidacta.

Ayer descubrí que este señor puede hechizar a cualquiera, hasta al menos sentimental y aun a falta de cielos estrellados. Más todavía en ese lugar sumergido entre dos colinas, donde su voz fue proyectada al infinito por una maravillosa acústica.

No estaba el saxo de Wayne Shorter, con quién ha grabado piezas como “Toledo”, cuyo descubrimiento comparto más abajo. Pero mis tímpanos aún tienen registrados los tonos agudos de esta voz, que se ha ganado todo mi respeto. Cierto es que si uno se encuentra con él por la calle jamás pensaría que es capaz de emitir semejante silbido.

Hay veladas en las que Roma puede brillar. La de anoche la cerraron los británicos Morcheeba, con la envolvente voz de su cantante original, Skye Edwards. Entonó su mayor hit para decir algo que esta ciudad tiene muy claro, pero que a veces, por impaciencia, se nos olvida.

jueves, 8 de abril de 2010

Silencio

Hablo con un compañero. Está asustado. Inquieto. Y es que -dice- el primer ministro de este país, Silvio Berlusconi, está “muy callado”. Me pregunto si ese es buen o mal síntoma, si puede desencadenar o no una vorágine política y si quizás –caso remoto- sea una señal, buena para muchos, que indique que el hombre está mayor y que aún no se ha recuperado de la agresión que sufrió hace unos meses. Pero no dejo de sorprenderme, todas las mañanas, cuando paso en autobús por Palazzo Grazioli, la residencia del político en Roma.
Delante de esa “casa” –es un palacio diseñado por un importante arquitecto barroco, Camilo Arcucci- , siempre hay gente aguardando en la puerta. Ni que decir tiene que las 24 horas hay una legión de Carabinieri custodiando el palacio. A veces hay cámaras y periodistas, porque "Il Cavaliere" reserva ese lugar para algunas citas de partido. Pero también hay niños, jóvenes, adultos y ancianos, con cámaras de fotos a punto. Ansían su salida. ¿Esperan a un ídolo? Más de una vez me he planteado bajar del autobús y preguntarles a esas personas qué demonios hacen ahí.

Cosas pequeñas como ésta me llevan a pensar que, además de una ciudad maravillosa, Roma es una ciudad-pueblo que se mira el ombligo sin la ambición de alzar la vista.

Llevo poco tiempo en Italia para comprender y mucho menos para juzgar. Poco a poco voy dibujando el esquema de las fuerzas políticas, de la historia y del presente del país. A veces ayuda hablar con gente del lugar. Pero también preocupa: ni siquiera los propios italianos, aquellos que sí alzan la vista, son capaces de explicar –ni de explicarse- el porqué del arcaísmo, del silencio, del vacío o del entramado legal que favorece a un sistema disfrazado de democracia.

Afortunadamente, no todos esperan en la puerta de Palazzo Grazzioli. Hoy llegué a la delegación, tuve el placer de escribir esta noticia (http://www.elmundo.es/elmundo/2010/04/07/cultura/1270660000.html) y descubrir que, entre tanta indiferencia, hay gente que lucha contra la impunidad.

Sabina Guzzanti aparece justo a tiempo. Ayer se cumplió un año del terremoto de Los Abruzos. Además de cobrarse 308 vidas, el seísmo devastó gran parte del patrimonio cultural de L’Aquila, el epicentro del desastre. Una ciudad medieval que al parecer es una pequeña joya arquitectónica. O lo era, porque sus habitantes aún no han visto cumplidas las promesas de reconstrucción y viven entre grietas. Eso enciende más preguntas.

Para colmo, ¡hace unos días se desplomó un trozo de la Domus Áurea!

Sólo pienso en voz alta, construyo mi esquema. Busco respuestas. Y me fascina, por ejemplo, que Italia sea el país con más lugares declarados “Patrimonio Cultural de la Humanidad” por la UNESCO. Pero, ¿de verdad eso importa a alguien?

lunes, 5 de abril de 2010

Cambio de éxtasis

En Semana Santa, Roma aturde. Mareas humanas circulan por el Vaticano y forman colas interminables en los monumentos de toda la ciudad. Además, un clima post electoral amargo. Me alejo.

Está nublado, pero el cielo brilla. Tren regional. Cuatro horas. Florencia. Verde. Colinas, casas de campo, villas. Huyo del caos. Habrá aluvión turístico en Florencia, me digo. Pero respiro otra ruta, otros paisajes, otras miradas. Anoto un nuevo destino y recuerdo lo mucho que me gusta viajar en tren, lejos de las tumultuosas terminales de los aeropuertos. Troto sobre las vías y retumban los cristales. Chu cu chu, chu cu chu. Leo a Kirmen Uribe.

“Y como los anillos de los peces, los momentos más difíciles van marcando nuestras vidas, hasta convertirse en medida de nuestro tiempo. Los días felices, al contrario, pasan deprisa, demasiado deprisa, y enseguida se desvanecen (...)”

Pienso en una receta; exprimirlos y gozarlos, sin miedo a que queden blindados. Protegerlos bajo algodones suaves, sin astillarlos.

Florencia me recibe entre nubes, pero con sol. Me apresuro a dejar la bolsa de viaje en la que será mi casa por un par de días. Una calle estrecha. Vigas, ventanas de madera y fachadas amarillas. Hora de una pizza al taglio en la piazza del Santo Spirito. A pesar del aluvión, se respira paz. Oigo carruajes, coches de caballo, y siento que he viajado en un túnel del tiempo. Soy un personaje anacrónico en un escenario medieval. En una ciudad ficticia. Desentonan mi gabardina y mis gafas de sol. Pero me integro. Boquiabierta. Me pierdo sin pensar en el deber de ver y abocándome a ese placer sin ataduras.

Tantas veces. Tantas veces había oído hablar de Florencia. Había visto su luz en las películas, había explorado su centro histórico por Internet. Viajé con miedo a la decepción. Sin embargo...

Me cuesta explicar con palabras el escalofrío que siento al llegar a la piazza della Signoria. El corazón empieza a latir fuerte, muy fuerte. Y pierdo el equilibrio entre las alturas del Palazzo Vechio y las esculturas escondidas bajo el pórtico. La fuente de Neptuno y la réplica del David. Inmortales. Me reservo la visita a los Uffizi y a la Accademia para ser capaz de recuperar el habla –y evitar las colas-. Sigo el camino, pausado, sugerido por el anfitrión, residente en Florencia. No hay nada como prescindir de una guía turística.

Y Florencia da más. La catedral. Mis pupilas se deslizan entre los minuciosos dibujos que se forman en la fachada, entre mármoles blanco, verde y rosa. Jamás pensé que pudiera regalarme tal placer estético. Creí que era un premio sólo destinado a una categoría de personas, a una sensibilidad que no me pertenecía. Me quedo extasiada y comprendo a Stendhal.

Muchos dirán que dos días son suficientes para ver Florencia, pero yo tengo la sensación de que son sólo un aperitivo para dibujar un viaje largo. Bromeo con la idea de un “retiro espiritual” cuando subo al Piazzale Michelangelo y no sé hacia dónde mirar. Sobre un cementerio de florentinos ilustres se erige otra joya, San Miniato al Monte, y respiro hondo, nuevamente impresionada por esa fachada perfecta y sus dibujos geométricos. Me embarco en mis sueños cuando me doy la vuelta y estoy sobre los contornos mágicos del horizonte de la ciudad. Sobresalen la cúpula del Duomo y la sinagoga. Fluye el Arno. Se nubla más todavía y empieza a llover. Pero no importa, siempre hay tiempo de bajar.


Saboreo vino de Chianti frente a la basílica de la Santa Croce, donde reposan los restos de genios y visionarios, como Michelangelo y Galileo. Almuerzo entre los estruendos de “Lo scoppio del carro” – “La explosión del carro”- que todos los domingos de Pascua tiene lugar en la plaza de la catedral. No olvido tocar el hocico del Porcellino y regalarle una moneda. Me deslumbro en el Ponte Vecchio con el brillo de las joyerías y la luz que atraviesa sus cristaleras.

Vuelvo al tren. Cae el sol en la Toscana. Abro de nuevo mi libro. Vuelvo a Roma.

martes, 16 de marzo de 2010

Después del caos llega la calma

Tras dos meses de lluvia ininterrumpida, salió el sol. No me lo podía creer cuando subí la persiana y la luz quebró los colores de las paredes de mi habitación. Así que me vestí con premura para volver a dar uno de esos paseos que liberan toxinas acumuladas. Y volví a perderme en la inmensidad de la ciudad y en la extraña sensación de amor-odio que genera a cada paso.

Días antes pude aprovechar unos pocos rayos de sol y pasear hasta Piazza del Popolo, Subir al Monte Pincio y sentir entre charlas las energías de Villa Borghese, aún pendiente de descubrir sus maravillas artísticas. Disfrutar de la paz de su jardín infinito, bucólico, lleno de olores suaves y rincones remotos.


Aunque muchos suben a pie, los coches se amontonan a sus puertas. Familias que dejan atrás el caos, para perderse entre turistas –¡cada vez son más!-, deportistas abstraídos y juegos de niños. Entre flores, brisas y sabor a libertad. Soñar para seguir soñando, en bici o a caballo. Bajo un árbol, con un libro. Sin prisa... Sin miedo a la lógica de lo irreal, sin temer a una ciudad tan compleja como amable. Legendaria, desquiciada, fantasmal y soñadora. Roma...


Tomé mi primer helado, a una módica temperatura de diez grados. Merodeé una y otra vez por Piazza Navona, mirando a ras de suelo, esta vez, hacia el balcón que me atrapa cada día. Al que me asomo siempre absorta. Me integré en esa plaza-pueblo llena de vida, de historias, entre guitarristas melancólicos, pintores, menús a precio de oro y dobles de Michael Jackson. Entre sus cuatro ríos. Entre caos y calma.

viernes, 26 de febrero de 2010

Pescar también es posible en la fuente de los deseos

Si algo tiene la Fontana di Trevi, entre otras muchas cosas, es que uno se encuentra con ella sin querer. Por cualquier camino. Desde cualquiera de las calles que desembocan en esa plazoleta, siempre repleta, empequeñecida o engrandecida -según se mire- por las desmesuradas proporciones del monumento. Por la ferocidad de Neptuno y sus tormentosas aguas. Pero, si algo tiene la Fontana di Trevi, es que es un escenario en sí mismo, testigo de miles de historias embellecidas por un inigualable decorado.

Aunque la lluvia no le resta ni un ápice de encanto, aproveché unos engañosos rayos de sol para detenerme frente a ella. Para sentarme en esa escalinata que reclama permanentemente la atención de los espectadores, tanto como el semicírculo de un teatro romano. Y, -¡Cuidado!- si uno se mete en el papel, puede que los caballos y tritones cobren vida animada. El espectáculo es gratis.

Más de algún atrevido se ha lanzado a las frías aguas de este espacio escénico para declarar su amor y todo el que pasa por ellas se rinde a la leyenda de “la fuente de los deseos” para tirar una, dos o hasta tres monedas. Para volver a la Ciudad Eterna, enamorarse o casarse en ella. Monedas que, en teoría, se destinan a obras de caridad. Pues bien: contemplé la escena una y otra vez, aturdida por el imprescindible clic de las cámaras de fotos que se alistan sin pausa para captar la instantánea de cada mítico lanzamiento. Pero el espectáculo llegó a su punto más álgido cuando todas las miradas, con envidia o recelo, observaban el movimiento de un artilugio que se bañaba en el pequeño estanque.

Segundos antes, un hombre había desenfundado una caña de pescar. Todos se preguntaban qué hacía, ese señor, sonriente, que parecía tener mucho que ganar y nada que perder. Se hizo el silencio. Su brazo derecho se movía cuidadosamente para dirigir el anzuelo sin desintegrar a la presa. Con calma.

Quizás muchos creyeron ver a un pez. Lo que está claro es que el señor creyó haber pescado a un pez gordo cuando se hizo con ese salmonete en forma de billete de diez euros en el que, con mucha perspicacia, había reparado. Le salió del alma una gran carcajada que paralizó a todas las miradas atónitas.
El telón cayó cuando aparecieron dos Carabinieri dispuestos a entender sin éxito qué había generado aquella extraña expectación, quizás nada sorprendente para los guardianes de esa fuente en la que todo es posible. Y Neptuno siguió coleccionando deseos.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Passeggiata

Amenazaba con llover, pero salí de trabajar y una extraña inercia me enredó por las calles de Roma. Caminé, caminé, caminé... Y me iba alejando, sin saber hacia donde mirar, del bullicio, de los puentes, escondite de decenas de gaviotas que se alzan a volar cuando sienten que un cuerpo humano se acerca. Lástima que no puedan hablar, pensaba, y verbalizar ese ascenso a mil revoluciones y ese descenso vertiginoso al todo. No al vacío. A ese todo que es Roma, pintada de color y piedra, de fachadas descompuestas que sujetan la belleza de matices infinitos y tonos oxidados.


Y pensé cómo sería estar en la piel de una de esas gaviotas, tan pequeñas, que hacen suya la ciudad sobrevolando un horizonte perfecto. Que desoyen el caos circulatorio dibujando una línea recta sobre el rostro de Roma, redondo y amable. Me pregunté si se sentirían pequeñas o libres, o las dos cosas. Subía, subía y... ¡Ecco! El Giannicolo me ayudó a hacer mío también ese horizonte, esos puentes que acababa de fotografiar y que ahora estaban ahí abajo, tan lejos. Cerca y lejos. Volví a darme cuenta de lo relativo de esos términos. Y me quedé un buen rato en el “Piazzale del Faro”, pensando en nada y en todo, desmenuzando cada una de las cúpulas que sobresalían del muro que veía en primer plano, repleto de huellas, garabatos y palabras cariñosas. Había llegado a lo más alto. Así que dibujé mi bajada, sin mapa, sin prisa, sin miedo a las nubes, entre aceras estrechas y conductores suicidas.


























Pensé que tampoco estaría mal ser embajador por un día y despertarse con esa vista cuando pasé por la residencia diplomática española. Y mis pies pudieron decir que habían superado el desafío de los “sampietrini” cuando pisaron el laberíntico Trastevere. Anochecía. Respiré el olor a queso y a embutido recién cortado. A chocolate fundido. A horno de leña y a humedad. Estaba en el otro lado del río. Volví a pensar en todo y en nada. Lo crucé. Y, después de creerme soñadora, embajadora y gaviota, reposé esa larga passeggiata con un buen corte de pizza al taglio.






viernes, 5 de febrero de 2010

El engaño de una obra de arte

Dicen que “Roma, non basta una vita”. Y yo, de verdad, empiezo a creerlo. Caminar diez metros requiere el tiempo que presten las ganas, la prisa y la debilidad o fortaleza para extasiarse con cada fachada, cada rincón, cada reliquia que se encuentra en este museo abierto que es la Ciudad Eterna. Esperaba con impaciencia el autobús, en Via del Corso. Tardaba en venir, como es habitual, así que me detuve en una bocacalle, estrecha y oscura, como tampoco deja de ser habitual cuando el sol se esconde. Me adentré en ella y llegué a una preciosa iglesia barroca. Y me di cuenta de que era la Chiesa de Sant’Ignazio di Loyola, de la que alguien me había hablado y a quien doy las gracias por no haberme contado lo que esconde para poder sorprenderme y contemplarlo atónita con mis propios ojos. No me lo podía creer cuando vi esa perfecta cúpula. Falsa. Dibujada. La miré y la remiré pensando para mis adentros dónde estaría el truco. Perspectiva pura, punto de fuga, perfección... ¡Engaño! Me acerqué a la bóveda. También falsa, hecha de impresionantes frescos. Y dejé que el tiempo pasara.
Si uno logra mirar durante unos instantes y no deja que las cervicales se resientan, las figuras cobran movimiento. Llegué a pensar que en cualquier momento iban a abalanzarse sobre mí. O quizás creí volar e integrarme en ellas. Y entonces me fui, pensando que podía acabar estampada en esa bóveda...
-Tomé un par de fotos que espero puedan reflejar lo que hay ahí dentro-

domingo, 31 de enero de 2010

viernes, 29 de enero de 2010

Redecorando

Mediodía. Vuelta de la periferia de Roma, cargada con bolsas de papel reciclado. “Ahora sí”, pienso. Después de cruzar la ciudad por el subsuelo y atravesar una de esas grandes superficies. Casi siempre odiosas, siempre abarrotadas.

Llegué a casa cubierta hasta la cabeza por el contenido de esas bolsas ecológicas. Se rompieron a cien metros de mi portal, pero gracias a un hombre que acudió a mi llamada de socorro en forma de indescriptibles gestos pude transportarlas hasta el ascensor. Volvía de Ikea.

Empezó el ritual de colocar cosas, edredón, funda de edredón, cojines y demás artilugios de dudosa utilidad. Como un farolillo con estrellas porta-velas que no pude evitar comprar en ese lugar hecho a medida del más débil consumidor. –“¿Redecora tu vida?”-. Fui al cine a ver a un graciosísimo Jude Law doblado al italiano, ante la complejidad de encontrar un cine en versión original.

El tiempo no mejora, pero no renuncio a disfrutar de los espacios cerrados. Me quedé boquiabierta con las inverosímiles apariciones de “Supermagic 2010”. Un festival de magia. Un cuento que hablaba de sueños y deseos. Un hada... Sonrisas.

Me llevaron a descubrir el barrio de Testaccio, su vida nocturna. Una improvisada visita al “Oasi della birra” y un concierto en el pequeño teatro “Cometa off”. Allí nos esperaba Pierluigi Colantoni, con un cargamento de instrumentos –precioso violonchelo- y un recital de “Soluzioni co-abitative” descabelladas hasta límites insospechados. Locura máxima. ¡Y todo cobró sentido! No podía parar de reír cuando Pierluigi decía...

viernes, 22 de enero de 2010

Pranzo

¡Por fin! Ayer mi pie me dio una tregua y decidí perderme por mi nuevo barrio. Hacía sol, así que dejé el paraguas en casa y desenfundé mis gafas. Había huelga de metro. Me subí a un autobús que me llevó rumbo a Largo Argentina. Y -¡por fin!-, había luz. Los reflejos golpean tanto como el silencio que se hace en las calles cuando cae el sol. Con un ojo puesto en el suelo –malditos ¡Sampietrini!- y otro en todo lo demás, llegué sin querer a Santa Maria sopra Minerva. Apenas había gente en la plaza, así que entré en la basílica. Y, sin querer, descubrí una de las pocas iglesias góticas de Roma.

Una extraña energía me arrastró al claustro. Ahí estaba, entre frescos. Perfecto mármol, embriagado por el olor a incienso. Perfecto Cristo redentor, con su perfecta pose. Michelangelo. Roma... Regala maravillas escondidas. A cada paso.


Recorrí varias veces las naves. Contemplé la bóveda. Cielo azul pintado de estrellas. Escondido, una vez más, tras una fachada sobria. Me trasladé al Panteón y compré una pizza al taglio a precio de oro. Disfruté de un “pranzo” solitario. Bueno, casi: fui atacada por decenas de palomas, mientras otras tantas decenas de japoneses fotografiaban sin pausa la maravilla romana y otros tantos posaban junto a los gladiadores que merodean por los lugares más emblemáticos de la ciudad. Y fui a trabajar. Y no me canso de mirar por ese balcón.