martes, 27 de enero de 2015

La riqueza de lo diferente

Muchos jóvenes de nuestra generación hemos nacido con el deseo irreprimible de viajar. Viajar hasta la saciedad, quemar el mundo, pisar las ciudades con la sensación de que somos parte de ellas. No somos un turista más. Descubrimos la cultura local, hablamos el idioma -o lo intentamos-, nos mezclamos con su gente y volvemos a casa con la maleta a rebosar. Si olvidáramos que salir fuera ha sido para muchos una necesidad, nos daríamos cuenta de que, a menudo, hay una causa mucho más fuerte que nos empuja a hacerlo: conocer, sumergirnos en lo desconocido, en lo diferente, para construir el puzle que compone nuestra identidad en esta sociedad atomizada. 
                                                        Viajeros esperando maletas.  Foto: 0034

Al final, mucho de lo que somos son nuestros viajes y nuestras vivencias. Cualquiera que haya vivido fuera coincidirá en que esas vivencias pueden ser más o menos duras, pero siempre serán -seguro- imborrables. Cambiarán para siempre nuestra forma de viajar -no soportaremos un hotel si podemos dormir en el sofá cama de un amigo, ni abriremos una guía si tenemos ese valioso e-mail de quien comparte con nosotros sus lugares vividos- . Nos acompañarán para siempre en nuestros pasos, nos harán más sabios, pero también más ignorantes -The more i learn, the less I know-; nos enseñarán la riqueza de lo diferente y darán, por fin, sentido a las decisiones, impulsivas o meditadas, que nos han llevado a estar ahí, en ese lugar y en ese momento. 

No, no hablo de espíritu aventurero, como diría aquella. Es, simplemente, una necesidad emocional, e intelectual, a menudo provocada por la frustración de no ver el fruto de nuestras aspiraciones, de buscar fuera una vía para cumplir nuestros sueños, sin renunciar a lo que somos y acumulando sensaciones, con la esperanza, de volver, algún día, con esos sueños cumplidos, o -si volvemos- con las herramientas para cumplirlos en casa. Alguien me dijo que nuestra generación tiene "poca tolerancia a la frustración"; creo que, precisamente, si algo hemos demostrado es nuestra capacidad para plantarle cara, invirtiendo nuestro tiempo, energía y dinero en poner a prueba nuestros sueños y proyectos.

Prueba de todo esto es "0034 Código Expat", un proyecto que verá pronto la luz, bajo el paraguas de El País, impulsado por mi amiga y compañera Nina Tramullas. Es un proyecto al que tengo cariño antes de ver sus frutos y en el que sé que me voy a ver reconocida, igual que muchos amigos y compañeros. Os recomiendo que pongáis su página en vuestros favoritos: en ella podremos encontrar recursos para hacer nuestra estancia de expats más llevadera o quizá una herramienta para superar la nostalgia de ex-expats. En ellos también me incluyo, sin saber si, algún día, volveré a estar en el otro lado, intentando, como dice Nina, "mantener un equilibrio entre el amor por descubrir una cultura diferente y la conservación de costumbres propias". 

Aviso para navegantes: esta búsqueda tiene consecuencias. Ahora no soporto la carbonara con nata, repudio a quien dice hablar perfecto italiano sin conjugar un verbo irregular, me emociono cuando escucho a De Gregori y leo los periódicos italianos como si, de algún modo, su política fuera un poco la mía. Es parte del encanto de vivir fuera: desarrollamos un amor antes adormecido por las cosas maravillosas de nuestro país, que al volver tiene que lidiar con la nostalgia de lo bueno que vivimos, con aquello que fuera sí existe y en España es impensable, y nos damos cuenta de que, en realidad, el lugar perfecto no existe. 

Sólo queremos encontrar el nuestro.



                                  El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Foto: 0034





sábado, 24 de enero de 2015

Simplemente, teatro

No recuerdo exactamente en qué momento nos hicimos amigas. Seguramente, eso sea prueba de que la amistad se forja con el tiempo, que está llena de idas y venidas. Al final lo que cuenta es lo que queda y lo que crece. Para siempre quedarán risas, exámenes, fiestas y unas clases de teatro que parecían un capítulo más de ese tiempo compartido entre adolescentes. Nadie sabía que el teatro era, simplemente, lo que le haría feliz.
Andrea estudió derecho. En Madrid, en París. Recuerdo que fui a verla y cuando le pregunté por sus clases en la Sorbonne solo me hablaba de talleres, de teatro, de circo, de crear y de otra vez de teatro. Recuerdo un paseo por el Jardin du Louxembourg, en el que me perdí yo sola porque -había solo una condición- tenía que dejar la casa esa mañana para un taller de teatro conmiladjetivos que no entendí muy bien. En ese momento, tampoco le di demasiada importancia. 

El tiempo pasó, y aquello iba cobrando fuerza. Seguía encabezando el grupo de teatro del cole, iba a clases. Terminó la carrera y ahí la cosa se puso más seria y se fue a Londres a estudiar. 

Encontré en su espectáculo de fin de carrera una excusa para viajar a Londres. Llevé a un par de amigos. Sabía que no iba a decepcionar. Que aquel sueño había cobrado fuerza y que ya no era un capítulo más. Dos años después, por las mismas fechas, volví a viajar a Londres para verla en la Ópera, con otra buena amiga. Ahí ya no había dudas. Aquello fue para ella un trabajo más, pero, mientras, se iba forjando su verdadero sueño. Había creado su compañía, habían ganado el Festival Talent en Madrid, habían estado en las tablas de Edimburgo… Todo tenía, de repente, sentido.


Haber seguido sus pasos y verla ayer en el Círculo de Bellas Artes, no solo me ha devuelto la motivación para escribir. También me ha dado una lección sobre lo potente que es la capacidad de quien sueña y cree en lo que quiere, de la fuerza que puede llegar a tener desear algo con todas tus fuerzas para lograr hacerlo real. 

El teatro, como muchas otras profesiones, es una carrera de fondo. Pero en estos tiempos es una carrera de fondo en la que los obstáculos empiezan antes de que la fuerza de un sueño pueda llegar a atravesar la mente de cualquiera. Desgraciadamente, parece que crear no está bien visto, ni, mucho menos, bien pagado. Quizá por eso muchos jóvenes renuncien, sin siquiera saberlo, a su sueño antes de dibujarlo. 

Interrupted y la trayectoria de Teatro en Vilo son una prueba de que soñar es posible, y de lo muy necesario que es en estos tiempos, en los que parece que nos han robado hasta el tiempo de soñar. Apaguemos los móviles, cerremos los ojos, y pensemos en cuál es nuestro sueño. Quizá podamos hacerlo realidad. Quizá podamos seguir soñando. O quizá podamos convertirlo, simplemente, en una vía para soportar los obstáculos de esta sociedad casi etérea, que nos está haciendo invisibles, a nosotros y a nuestros sueños. 

Y si no conseguimos soñar, al menos, vayamos al teatro.