miércoles, 25 de febrero de 2015

La paella infalible en Barcelona



El tiempo pasa, pero hay cosas que siguen igual. No recuerdo cuando fue la primera vez que fuimos, pero se ha convertido en nuestro sitio de cabecera. Degustar una paella en el Xiringuito Escribà es un plan que, caiga quien caiga (invierno, otoño, primavera o verano) nos espera cuando nos reunimos. 

Mucho ha llovido en la vida de todos desde la primera vez. Amores, desamores, parejas y un niño precioso, que nos acompaña, esta vez. Un nuevo miembro en la familia, que se ha integrado a la perfección, casi sin rechistar, lo justo para reivindicar su sitio en la mesa, tirando servilletas, pero pidiendo a borbotones nuestras sonrisas, con la suya propia, que destila una inocencia infinita. Ya le queremos. Ya es parte de la familia

Más allá de lo que supongan esas comidas, una cita ineludible, el placer de recordar miradas cómplices de la familia que un día fuimos y aún mantenemos unida, a pesar del tiempo, las distancias y la madurez, este restaurante es una apuesta segura si uno quiere disfrutar de una buena paella en Barcelona. En la playa de Bogatell, entre restaurantes atrapaguiris y fotos de “el paellador”, este es uno de los preferidos de los locales, de la gente “de casa”, con una cocina abierta al público, un cuidado servicio y -lo mejor- a escasos metros del mar. Recomendables los chipirones a la andaluza, receta especial de la casa, y el arroz, en cualquiera de sus versiones. Pueden servirte las raciones en los platos pero lo mejor es comerla con las cucharillas de madera que nos sirven con la paella y disfrutar el socarrat en caliente, directamente de la paellera. Y dejen sitio para el postre: el dueño es de familia pastelera y nos traerá la infalible bandeja para que nuestros ojos, que no nuestro estómago, elijan uno de sus deliciosos dulces y sucumbamos al placer de disfrutarlos. Bon appétit!


martes, 17 de febrero de 2015

Diez planes para 'foodies' en París

                                                      Vista desde Montmartre. Abril de 2008.

Es esa ciudad a la que nunca me canso de volver. Cada viaje es una experiencia única. Cada cierto tiempo, algo suena en mi cabeza y me dice que tengo que ir, de nuevo, a París. Sin querer, se ha convertido en un deseo irreprimible, un vicio, tal vez, teniendo en cuenta lo grande que es el mundo y los muchos lugares que hay que ver. Pero me gusta adentrarme en ella poco a poco, volver a casa con la sensación de que París es, un poco más, mi cómplice. A muchos les costará creerlo, pero yo me siento como en casa. Cuando pongo un primer pie en sus calles me recorre un escalofrío muy difícil de describir, quizá por los recuerdos de los viajes pasados o porque hay mucho de Francia en mí, aunque su pueblo (y en concreto los parisinos) sea, de lejos, el más odiado del viejo continente. Me emociono cuando veo las buhardillas de pizarra, la plaza del Hôtel de Ville, el Pont Neuf, la Place des Vosges o el Boulevard Saint Germain. Y, lo mejor, me es muy difícil elegir un rincón, una imagen, mi lugar especial. Cada uno lo es, y puede serlo de muchas maneras para otros.

Por eso creo que las listas son odiosas. Cada cual tiene que coleccionar sus propios rincones, buscarlos o improvisarlos. Aun así, las recomendaciones nunca sobran, así que me he puesto el reto de recoger diez experiencias con un toque foodie, recopiladas de cada uno de mis viajes, con las mejores de las compañías, desde el primero que hice con mi padre en 1999. También con la ayuda de otros cómplices y amigos que viven allí, estos lugares formarán para siempre parte de mí, y de mi particular romance con París. 

La ciudad tiene tantos atractivos que lo mejor es no dejarse intimidar por la necesidad de ver y, simplemente, dejarnos llevar y disfrutar de lo que nos encontramos. Además de estas propuestas, este es el mejor consejo que puedo dar si vas (o vuelves) a París: pasea, pasea y vuelve a pasear; apóyate en los puentes y mira el horizonte; contempla la elegancia de las avenidas; la diversidad de su gente; adéntrate en los jardines de Luxembourg; piérdete por las calles del Marais, siéntate en una terraza y deja el tiempo pasar. La postal será tuya para siempre.

1. Endulzarte con un macaron en La Durée
                                                 Té y macarons en La Durée. Abril 2014.

Es uno de los primeros salones de té de París, donde las mujeres se reunían libremente para charlar. Todo empezó en 1862, cuando Louis Ernest Ladurée creó una boulangerie en la Rue Royale. Tras un incendio se transformó en pastelería, que posteriormente sería un salón de té, a petición de la mujer del propietario. Bendita adversidad, que propició la que hoy es una de las cunas del "macaron", uno de los dulces más sofisticados con sello francés. Bocados de colores que se pagan a precio de oro en grandes cantidades, aunque merece la pena darse un capricho en este lugar. Sentarse, pedir un té escrupulosamente servido en plata, y detenerse a contemplar los frescos del techo, mientras los turistas entran y salen y los parisinos desfilan sin detenerse ante un escaparate de pirámides dulces. Sin duda reclamo para el guiri cansado, pero merece la pena y promete regalarnos un viaje en el tiempo...

La Durée, 16 Rue Royale.

2. Les Enfants Rouges
En uno de mis barrios favoritos, el Marais, se esconde uno de los mercados con más sabor de París. Es el Marché des Enfants Rouges, donde los pequeños puestos de fruta conviven con los de comida internacional, regentados por cocineros locales. Desde China, al Líbano pasando por Italia o Etiopía, la variedad de sabores es infinita. Un buen lugar para pararse a comprar o, si no queremos cocinar, degustar un buen plato de comida caliente a buen precio. También tiene algún pequeño bar, donde se puede comer o cenar. Por la noche hay ambiente para tomar una cerveza o una copa de vino al aire libre, incluso con frío, con la ayuda de mantas y antorchas.

Marché des Enfants Rouges, 39 Rue de Bretagne.

3. Mariscada a la francesa en el Barrio Latino
                                                     Mariscada en Bar à Iode, Abril 2014.

La idea de comer ostras en París podía sonar demasiado atrevida para mi bolsillo hasta que mis amigos Sonsoles y Alex, francés y afrancesada, foodies los dos, me recomendaron uno de los secretos mejor guardados del Quartier Latin Parisino. Se llama Bar à Iode, y puede pasar fácilmente desapercibido ante el turista. Con una decoración marinera y sencilla, nos traslada a un pueblo de pescadores de la costa francesa, de norte a sur, con una gran variedad de ostras y mariscadas a buen precio. Además, el vino se cobra a tarifa de bodega. Un sitio para repetir.

Bar à Iode, 34 Boulevard Saint-Germain.

4. Café de la Paix
En mi primera visita a París, con solo 11 años, me quedé boquiabierta al entrar en este café. Es uno de los más antiguos de la ciudad, y considerado monumento histórico por el Gobierno Francés. Una obra de arte frente al edificio de la Ópera Garnier, en una de las zonas más refinadas de la ciudad. Por su proximidad con el templo de la lírica, ha acogido siempre a clientes famosos, desde Émile Zola o Guy de Maupassant hasta el príncipe de Gales. Entrar en él es viajar en el tiempo, pero tomar algo en su terraza también puede regalarnos una imagen inolvidable. Lo pagaremos a precio de oro, pero podemos estar horas viendo el tiempo pasar. 

Café de la Paix, 5 Place de l'Opéra

5. Un menú Michelín a precio de bistrot


Merluza con trigueros de Septime. Abril 2014.


Entrevisté a Bertrand Grébaut en una feria en Madrid y en seguida sentí curiosidad por probar su cocina. Treintañero, moderno y muy agradable en el trato, no oculta ser un urbanita, parisino hasta la médula, aunque crítico con su ciudad, fascinado por las materias primas y el campo. De esa ecuación nació hace tres años Septime, ubicado en una calle poco transitada de París, en el onzième, que se coló entre los cicnuenta mejores del mundo y acaba de estrenar su primera estrella Michelín. Tiene un menú de mediodía por 28 euros, que sólo se puede ir de las manos con un exceso en el champagne, aunque incluso en ese caso merecerá la pena. Boquerones, magret, espárragos con salsas impecables y toques crujientes, helados de flores insólitas o quesos franceses. Platos muy frescos y creatividad a flor de piel, con una decoración austera, rústica, que nos hará sentir como en casa, y un servicio impecable.

Septime, 80, Rue de Charonne. 

6. Un té en a la menta en la mezquita
Una de las maravillas de París es la diversidad de gentes, religiones, colores y orígenes que podemos encontrar en sus calles. Además del barrio judío, donde los comerciantes hebreos conviven con tiendas de chinos o locales, uno de los lugares donde más podemos apreciar esta riqueza es en la Mezquita. Una vez, mi amigo Edu me llevó allí a tomar un té a la menta con piñones. También hay restaurante, abierto desde mediodía hasta por la noche, donde podemos degustar un buen cuscús o tajine de cordero a buen precio. Una oportunidad para hacer una parada técnica, en el entorno de la zona universitaria, y disfrutar de la arquitectura hispanoárabe del templo musulmán más grande de Francia. Además del salón de té hay restaurante, sala de oraciones, escuela y biblioteca. 

Mosquée de Paris, 39 rue Geoffroy Saint-Hilaire.

7. Rendirse al arte de los boulangers
Entrar en una boulangerie francesa quizá sea una de mis mayores perdiciones. Hay más de 30.000 en todo el país, 3.000 de ellas concentradas en París. El oficio de boulanger es hoy una profesión muy valorada, aunque muy esclava. Cuesta resistirse al olor de la baguette recién hecha. Prohibido comprar pan fuera de ellas. Cuando presiones la barra y escuches el crujido de la corteza no podrás evitar llevarla como un auténtico parisino. Compra un buen queso, un buen vino y disfrútala. Más allá de la baguette, no concibo un viaje a París sin una tartelette aux fraises o, en su defecto, aux framboises. Son muy delicadas, pero alguna vez he comprado una a última hora para degustarla en mi espera en el aeropuerto. Sí, son bombas calóricas, pero... ¡Tienen fruta! Hace un tiempo me llevé una grata sorpresa en la pastelería Moulin Chocolat, una de mis favoritas de Madrid, en la puerta de Alcalá. No es París, pero... Saben casi igual de bien.

"París, la cuna de la baguette", EFETUR.

8. Cenar en la Rue Mouffetard
Mi primera cena en la Rue Mouffetard fue muy especial. Me entristece que el restaurante, Aux Trois Petits Cochons, cerrara para cambiar de ubicación (ahora está en Montmartre, pegado al metro de Abesses), pero me consuela saber que aquella cena se quedó congelada para siempre. En realidad, elegimos aquel restaurante por recomendación, pero lo verdaderamente imprescindible es pasear de noche por esta calle literaria del cinquième de París, una de las más vivas de la ciudad. Está poblada de restaurantes y cafés, también tiendas y mercados donde perderse entre charcuterie, viennoiserie y buenos quesos. Una wonderful narrow crowded market street, como la describía Hemingway en "A moveable feast", que regala aromas y rincones inolvidables. 

9. Saborear una buena crêpe
Prohibido sucumbir a uno de esos puestos de crêpes pegados a Nôtre-Dame o a la Tour Eiffel. Para algo hay algo en París llamado crêperies, donde con más dificultad nos darán gato por liebre. Eso sí: hay que saber buscarlas. Una de las mejores que he probado fue la de Le Sarrasin et le Froment. Después de buscar un buen rato por l'Île de Saint Louis, sin dejarnos llevar por el mal del turista -el hambre repentina que te entra después de horas de caminata y que provoca que sucumbas erróneamente al primer lugar que se topa en tu camino, con la posterior clavada y sensación de "qué mal hemos comido pero qué hambre teníamos"-, encontramos este lugar que tiene el equilibrio perfecto entre calidad, precio y una buena ubicación, para hacer una parada, rendirse al dulce o al salado -o a los dos- y seguir disfrutando de la ciudad. Mi perdición: las de jamón, queso y champiñones, las de manzana con canela y, para los más golosos, banana y nutella.

Le Sarrasin et le Froment84-86 rue St-Louis-en-l'Isle

10. Hacer un picnic en les Tuileries
                                                            Jardin des Tuileries, abril de 2011.

Una de las cosas que más me llamaron la atención en uno de mis viajes a París es la capacidad de los parisinos para hacer chic hasta lo más banal. Si tenemos la suerte de que París nos premia con un día de sol en primavera, no lo olvidaremos jamás. En uno de esos días de sol de abril, nos perdimos en un paseo por les Tuileries, otro de mis lugares favoritos. Niños, mayores y jóvenes pasaban la tarde en esas sillas de acero verde que rodean las fuentes de los jardines. Otros, sentados en el césped, leían o dormían, y de repente dos chicas se sentaron y sacaron sus dos copas de champagne, con la correspondiente botella, y unos cuantos cuencos que fueron rellenando de tomates cherry, queso cortado y crudités. Un picnic de media tarde, muy estiloso y de lo más apetecible.

                                                                         ****

Por casualidad, casi todas las veces que he ido a París, menos por trabajo, ha sido en abril. De algún modo para mí abril es París, un mes en el que he visto la ciudad con mil y un colores. Con sol y lluvia, con frío o incluso calor -recuerdo estar a 27 grados en los jardines del Museo Rodin-.

Para mí, París es belleza, pasión, grandeza y muchas más cosas. Cultura, vanguardia, libertad... Perderse en ella y descubrir sus maravillas provoca un gran placer y una irrefrenable necesidad de volver. Porque en París, lo más hermoso puede estar en lo más simple.

martes, 3 de febrero de 2015

Una de cine: el efecto Nueva York

Cuando volví de Nueva York, necesité una semana para recuperarme. No por las largas caminatas, ni por el cansancio, ni el jetlag. Apuesto que todo el que ha estado en Nueva York entiende la terrible sensación que te aturde cuando vuelves. Es como si se pinchara una burbuja, una burbuja de cine, en la que has estado flotando unos días. Y no puedes evitar pensar en lo feliz que serías viviendo en esa ciudad, -probablemente la ciudad más filmada de la historia, que crees conocer antes de conocerla- y ver todas las películas del mundo en las que los personajes recorren esos escenarios que, ahora sí, tú también has pisado, paseado y fotografiado. 

Mi buen amigo Sergio, que me acogió unos días en la ciudad, me recomendó “La vida inesperada”, una película española de la que había oído hablar sin grandes expectativas, que me emocionó, quizá por la frescura de mis recuerdos, pero también porque cuenta una realidad como un templo: las ciudades, no es lo mismo viajarlas que vivirlas. Por mucho que Nueva York sea la ciudad de las oportunidades no es evidente encontrarlas, y mucho hay que pasarlas -a veces muy canutas- para ganarse el pan, y -más todavía- lograr pagarse un techo, por pequeño que sea. 

Con una fotografía espectacular de Nueva York, que me ha recordado inevitablemente a "Manhattan", de Woody Allen, con un claro guiño en una de sus escenas, esta comedia española, de la mano de un Javier Cámara sembrado que ha protagonizado este año dos grandes películas del cine español (con "Vivir es Fácil con los Ojos Cerrados", que finalmente se ha quedado fuera de los Óscar), retrata la dificultad de buscarse la vida fuera y lo idealizado que lo tenemos a veces, como le ocurre al primo del protagonista (Raúl Arévalo), que se ve incapaz de construir una vida allí, quizá por miedo, conformismo o falta de coraje para abandonar esa vida aparentemente perfecta que en realidad no le hace feliz. 





Recomiendo la película -en versión original, por favor, sin partes dobladas que destrozan su gracia- a quienes quieran ir o hayan ido a Nueva York, pero sobre todo a todos aquellos que hayan tenido que empezar de cero. También a quien crea que en el cine español no hay buenas historias. Ésta estuvo guardada en el cajón durante años hasta que logró financiación. Más allá de Nueva York, con su imagen y su nostalgia, nos invita a disfrutar de la vida recordándonos que, aunque a veces no dependa de nosotros, hace falta valor para abrir y cerrar puertas.

“La vida tiene a veces giros inesperados y hay que estar atento y aprovecharlos”.