viernes, 27 de marzo de 2015

Alteración consciente

Y, de repente, un viernes cualquiera, te alteras. Ese run-run del canal 24 horas que tienes puesto todo el día en la redacción, y en el que últimamente ves demasiada mediocridad, te recuerda que quien gobierna tu país no se lleva bien con las preguntas de los periodistas. Y te preguntas qué sentido tiene tu profesión en un momento en que los medios viven en una asfixia absoluta que impide a muchos desarrollar la investigación, el análisis o incluso el propio pensamiento. Que no hay dinero. Que hay que comer. ¿Debemos favores a quien nos informa? No. La información es poder, pero ese poder debe ser de la gente, no de los poderosos.

En mi primera clase en la universidad un buen profesor me dijo que el periodismo es contarle a la gente lo que le pasa a la gente y a mí eso no se me ha olvidado ni un solo día desde que pisé por primera vez una redacción. Habrá -ha habido- historias mejores y peores, historias que te salen de dentro y las que simplemente salen de oficio, pero siempre, y sin dudarlo, pienso en esa(s) persona(s) que está(n) leyendo, quizá a miles de kilómetros, las palabras que he escrito con un gran sentimiento de responsabilidad.

Quizá es muy fácil hablar desde la perspectiva de quien hace, por suerte, informaciones menos ásperas, más amables, y admiro mucho a los periodistas que se dedican a la política y ejercen con dignidad y éxito la profesión, a pesar de estar rodeados de mucha mediocridad. Pero me altera profundamente que toleremos esa desinformación constante de nuestros políticos, a quienes también tengo en frente de vez en cuando, con decenas de anécdotas más propias de un sainete que de una democracia. Solo deseo de verdad que, pronto, -de una vez, por favor- delante de la cámara haya alguien digno de tratar a sus ciudadanos con el respeto que se merecen.

lunes, 9 de marzo de 2015

Madrid tiene esas cosas

                                                              Vista desde el Templo de Debod.

Hace dos días ibas tapada hasta las cejas, bufanda-manta, guantes, jerseys y manos en los bolsillos. Pero, casi sin esperarlo, así, como por arte de magia, la primavera hace su aparición prematura. Quedan semanas para que empiece oficialmente pero los madrileños tienen prisa por estrenarla, aunque sus terrazas están siempre repletas. Con mantas, eso sí, pero siempre con ganas de tapeo y terraceo. Pero el invierno ya empieza a pesar y me parece irónico cuando veo a mis amigos neoyorquinos sumergidos en la nieve, casi a mediados de marzo. Aquí el cielo muestra su mejor cara. La temperatura sube de repente y la ciudad cobra una energía irrefrenable cuando sale el sol. Así es Madrid. 

Madrid tiene cosas como el Rastro, un domingo por la mañana. Hoy, un mercadillo casi sin más, parecido a muchos otros. Me recuerda al Porta Portese romano en el que tantas mañanas de domingo pasé buscando películas descatalogadas de Fellini o piedras a precio de saldo para hacer collares artresanos. Frikadas que tiene una. 

El paseo, en aquel caso acababa en el Trastevere con una carbonara muy difícil de superar y aquí desemboca en la Plaza de la los Carros con unas cervezas bajo el sol. 

                                                                          Plaza de los Carros.

El Madrid castizo tiene aún locales con solera: la lechería, el almacén de vinos, o una guitarrería, en el 12 de la calle Santa Ana, donde podemos ver al luthier trabajando sin ni siquiera entrar, porque la tienda impone respeto a los no entendidos. Esos pequeños locales añejos son los que verdaderamente dan sabor al Rastro un domingo a mediodía. Aunque es posible encontrar chollos y cosas muy curiosas, mucha de la ropa de los puestos es igual a la que ofrece cualquier otro mercadillo y las hordas de guiris abarrotan el poco espacio que queda en las pequeñas callejuelas formadas por los tenderetes. 


Se hace difícil disfrutarlo, y uno no puede evitar desviarse por las calles adyacentes y detenerse en rincones más sabrosos, como esos bares de vermú en los que no se puede ni entrar y que los madrileños saben disfrutar en la calle o pequeños negocios en extinción, exóticos para cualquiera que viva en uno de tantos barrios prácticamente despersonalizados.  

Madrid te premia con unas cervezas al sol y un paseo por el Palacio Real. El bucólico jardín del Príncipe de Anglona, escondido detrás de la plaza de la Paja, en el que nunca antes te habías detenido. Una casi puesta de sol en el Templo de Debod. Reflejos de lienzo en un cielo pintado. Madrid es un hormiguero abarrotado en el que no sabemos de dónde sale la gente, que los fines de semana se hace amable y sonríe.

                      
                 Jardín del Príncipe de Anglona.


Cae la tarde. Vuelta a casa. Quizá has caminado kilómetros, pero tu piel está cargada de energía. Ella -Madrid- se emociona con esas irreprimibles ganas de salir de su gente y despliega al máximo su belleza. Sin miedo al lunes ni a la rutina. Ni al atasco matutino. Simplemente, primavera; simplemente, Madrid.


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"Porta Portese", enero de 2010.