En Semana Santa, Roma aturde. Mareas humanas circulan por el Vaticano y forman colas interminables en los monumentos de toda la ciudad. Además, un clima post electoral amargo. Me alejo.
Está nublado, pero el cielo brilla. Tren regional. Cuatro horas. Florencia. Verde. Colinas, casas de campo, villas. Huyo del caos. Habrá aluvión turístico en Florencia, me digo. Pero respiro otra ruta, otros paisajes, otras miradas. Anoto un nuevo destino y recuerdo lo mucho que me gusta viajar en tren, lejos de las tumultuosas terminales de los aeropuertos. Troto sobre las vías y retumban los cristales. Chu cu chu, chu cu chu. Leo a Kirmen Uribe.
“Y como los anillos de los peces, los momentos más difíciles van marcando nuestras vidas, hasta convertirse en medida de nuestro tiempo. Los días felices, al contrario, pasan deprisa, demasiado deprisa, y enseguida se desvanecen (...)”
Pienso en una receta; exprimirlos y gozarlos, sin miedo a que queden blindados. Protegerlos bajo algodones suaves, sin astillarlos.
Florencia me recibe entre nubes, pero con sol. Me apresuro a dejar la bolsa de viaje en la que será mi casa por un par de días. Una calle estrecha. Vigas, ventanas de madera y fachadas amarillas. Hora de una pizza al taglio en la piazza del Santo Spirito. A pesar del aluvión, se respira paz. Oigo carruajes, coches de caballo, y siento que he viajado en un túnel del tiempo. Soy un personaje anacrónico en un escenario medieval. En una ciudad ficticia. Desentonan mi gabardina y mis gafas de sol. Pero me integro. Boquiabierta. Me pierdo sin pensar en el deber de ver y abocándome a ese placer sin ataduras.
Tantas veces. Tantas veces había oído hablar de Florencia. Había visto su luz en las películas, había explorado su centro histórico por Internet. Viajé con miedo a la decepción. Sin embargo...
Me cuesta explicar con palabras el escalofrío que siento al llegar a la piazza della Signoria. El corazón empieza a latir fuerte, muy fuerte. Y pierdo el equilibrio entre las alturas del Palazzo Vechio y las esculturas escondidas bajo el pórtico. La fuente de Neptuno y la réplica del David. Inmortales. Me reservo la visita a los Uffizi y a la Accademia para ser capaz de recuperar el habla –y evitar las colas-. Sigo el camino, pausado, sugerido por el anfitrión, residente en Florencia. No hay nada como prescindir de una guía turística.
Y Florencia da más. La catedral. Mis pupilas se deslizan entre los minuciosos dibujos que se forman en la fachada, entre mármoles blanco, verde y rosa. Jamás pensé que pudiera regalarme tal placer estético. Creí que era un premio sólo destinado a una categoría de personas, a una sensibilidad que no me pertenecía. Me quedo extasiada y comprendo a Stendhal.
Muchos dirán que dos días son suficientes para ver Florencia, pero yo tengo la sensación de que son sólo un aperitivo para dibujar un viaje largo. Bromeo con la idea de un “retiro espiritual” cuando subo al Piazzale Michelangelo y no sé hacia dónde mirar. Sobre un cementerio de florentinos ilustres se erige otra joya, San Miniato al Monte, y respiro hondo, nuevamente impresionada por esa fachada perfecta y sus dibujos geométricos. Me embarco en mis sueños cuando me doy la vuelta y estoy sobre los contornos mágicos del horizonte de la ciudad. Sobresalen la cúpula del Duomo y la sinagoga. Fluye el Arno. Se nubla más todavía y empieza a llover. Pero no importa, siempre hay tiempo de bajar.

Saboreo vino de Chianti frente a la basílica de la Santa Croce, donde reposan los restos de genios y visionarios, como Michelangelo y Galileo. Almuerzo entre los estruendos de “Lo scoppio del carro” – “La explosión del carro”- que todos los domingos de Pascua tiene lugar en la plaza de la catedral. No olvido tocar el hocico del Porcellino y regalarle una moneda. Me deslumbro en el Ponte Vecchio con el brillo de las joyerías y la luz que atraviesa sus cristaleras.
Vuelvo al tren. Cae el sol en la Toscana. Abro de nuevo mi libro. Vuelvo a Roma.