Amenazaba con llover, pero salí de trabajar y una extraña inercia me enredó por las calles de Roma. Caminé, caminé, caminé... Y me iba alejando, sin saber hacia donde mirar, del bullicio, de los puentes, escondite de decenas de gaviotas que se alzan a volar cuando sienten que un cuerpo humano se acerca. Lástima que no puedan hablar, pensaba, y verbalizar ese ascenso a mil revoluciones y ese descenso vertiginoso al todo. No al vacío. A ese todo que es Roma, pintada de color y piedra, de fachadas descompuestas que sujetan la belleza de matices infinitos y tonos oxidados.
Pensé que tampoco estaría mal ser embajador por un día y despertarse con esa vista cuando pasé por la residencia diplomática española. Y mis pies pudieron decir que habían superado el desafío de los “sampietrini” cuando pisaron el laberíntico Trastevere. Anochecía. Respiré el olor a queso y a embutido recién cortado. A chocolate fundido. A horno de leña y a humedad. Estaba en el otro lado del río. Volví a pensar en todo y en nada. Lo crucé. Y, después de creerme soñadora, embajadora y gaviota, reposé esa larga passeggiata con un buen corte de pizza al taglio.
A veces dibujar las bajadas, sin prisa, subida a unos tacones y con el suelo desconchado por el uso de las palabras resulta todo un reto, un desafío. Pero esa la magia de la vida, no? Pensar en todo y en nada, y estar dispuesta, incluso, a descalzarte, a cortarte y lastimarte los pies con las piedras con tal de no perder el equilibrio y protagonizar una gran caída. Ya veremos si los rasguños en la piel dejan o no cicatriz. Te quiero.
ResponderEliminarP.D. Enormes las fotos (diagonales ;))
Qué ciudad tan maravillosa... ¡y qué bien la cuentas!
ResponderEliminarNo nos engañes, que está claro que tú sabes volar :)
ResponderEliminarMuaaaa!!!!