lunes, 16 de agosto de 2010

Versos de madera

Desde que tengo uso de razón, el teatro ha sido para mí uno de los pequeños placeres de la vida. Aún no sé por qué Roma no me había regalado ese placer desde que en el mes de enero fui a ver “Supermagic”, un recital de ilusiones que me hizo rememorar sueños y viajar a los recuerdos más lejanos de mi infancia.





















Cuando fui por primera vez a Villa Borghese, donde más de una vez me he perdido para encontrarme, no sabía que entre las ramas había un tesoro escondido que hiciera realidad ese placer. El placer de imaginar otros mundos, sentir emociones, abandonarse a esa catarsis que desvela una de las claves de la esencia humana: sentir como el otro, la compasión por el otro, la angustia o el consuelo de verse reflejado en el otro.

Todo esto lo encontré hace unos días en ese lugar escondido, un palacete de madera pintado de blanco como en un cuento de los hermanos Grimm. Entre los árboles de este parque se dibuja un teatro mágico para amenizar las noches de verano con versos de Shakespeare. Idéntico al que escuchó muchos de sus versos por primera vez y que él mismo recitaba con los miembros de su compañía.

Ellos eran “The Lord Chamberlain’s Men” y el teatro era “The Globe”, actualmente –desde que fue reconstruido- una de las mayores atracciones turísticas de Londres.

En esta villa romana, “The Globe” tiene una copia casi exacta. Y en ella viajé en el tiempo, a ritmo de panderetas y tambores, entre risas de bufones y caballeros malvados. Caí en la tentación de pensar si habrían cambiado tanto las cosas desde aquel entonces. Desde que el Globo fuera un lugar de encuentro para amantes furtivos, donde sólo actuaban hombres y adolescentes disfrazados de mujer.












Hay cosas que han cambiado, cosas que siguen igual. El temor a la peste acabó por un tiempo con las tablas. Los que hoy arrinconan la cultura culpan a la crisis. Los burgueses van en vaqueros. El público hace fotos –digitales-. Los guardianes de sala se comunican por móvil. Los versos de Shakespeare, en cambio, siguen más vivos que nunca. Y en realidad, después de haber escrito una crónica, sólo quería añadir eso. Fui a ver “Mucho ruido y pocas nueces” y Shakespeare me enseñó que el amor y la palabra van de la mano.




Benedicto: No hay nada en el mundo que ame como a ti. ¿No es extraño?
Beatriz: Tan extraño como algo que no conozco. Yo también podría decir que no amo nada en el mundo como a ti, pero no me creas. Y sin embargo, no miento. Nada confieso ni niego nada.

"Mucho ruido y pocas nueces", William Shakespeare (1600)

sábado, 14 de agosto de 2010

Claroscuro

Entre calor de espanto y escapadas, un viaje en el tiempo. Una ciudad que disputa su belleza con la dejadez. Nápoles. Me encontré en ella con el impacto de una primera imagen: la plaza de la estación. Revuelo de obras, tráfico, caos y mercados ambulantes. Me invadió una sensación de insalubridad sofocante, entre basura, desorden y un triste olor que oscurece las fachadas de palacios y edificios reales que algún día hicieron de “Parténope” una ciudad noble. La primera impresión suele ser crucial, pero esta máscara no es digna de Nápoles.

Descubro encantadoras calles estrechas con ropa tendida y estampas de la Madonna que me recuerdan que estoy en una de las ciudades más devotas del país. También la más peligrosa, de las más peligrosas de Europa, seguramente, con tasas de criminalidad escandalosas. Pobreza, delincuencia y todas las miradas hacia el forastero, que camina de puntillas y mide sus pasos a la defensiva.

De repente, Nápoles reparte imágenes genuinas, de película, un regalo para el ojo extranjero. Una fortaleza sobre el mar- el Castel del’Ovo-; un majestuoso templo de la lírica –el Teatro San Carlo-; parques entre mar y montaña –el Vesubio-; claroscuros –“El martirio de Santa Ursula” de Caravaggio-; reuniones familiares en la Piazza Dante y cafés de media tarde bajo las cristaleras de la Galleria Umberto I.

Quizás fue casualidad que en un solo día me topara con tres bodas, a cada cual más peculiar. La primera, en el castillo Sant’Elmo, me causó particular impacto: una novia que respondía al nombre de Monica, vestida de rojo carmín, rubia, con una terriblemente brillante peineta de purpurina y un colorido ramo de flores falsas. Un novio, demasiado delgado para ser napolitano, eclipsado por un padrino vestido de Elvis Presley con un traje cuatro tallas más pequeñas que la suya. El resto de invitados, no más de diez, saltaban de júbilo sin vergüenza y sin disfraz. Hablaban en incomprensible napolitano, pero entendí que su día feliz no necesitaba artificios ni trajes de gala.

Luego llegó el mar. Niños que jamás tendrán miedo a tirarse de cabeza entre las rocas. Padres que fuman, madres que gritan. Adolescentes que reman para algún día irse en busca de un futuro mejor, con la nostalgia de esos veranos interminables en esa ciudad que siempre será suya. Donde los niños crecen mirando al horizonte y los adultos ven el tiempo pasar.

Hornos de leña, pizza de infarto y Capri, una isla preciosa dañada por los abusos del lujo. Un barco que no zarpa a tiempo, un tren sin aire acondicionado, colas sin orden ni concierto, gritos y miradas de asombro ante un carácter que exaspera y hace sonreír.