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sábado, 10 de agosto de 2013

Un abrazo a la naturaleza



Las secuoyas gigantes, milenarias, me hacen pequeña. El desafío de la naturaleza impone. De repente, por arte de magia, paseo por ese bosque como si lo hubiera hecho durante siglos. Bajar del coche en pleno Valle de Yosemite y respirar el olor a resina húmeda bajo decenas de pinos. Cerrar la puerta, mirar atrás y saludar a un ciervo. Cuatro horas de conducir hacen falta desde San Francisco para perderse en este lugar en el que sólo se puede amar a la naturaleza. En él nace y fluye el cauce del Río Merced, que atraviesa todo el Estado de California. A pleno sol, el agua refleja la infinidad de este parque, con una infinita diversidad de árboles, fauna, y una flora aromática y descaradamente viva.

Subimos el sendero de las Yosemite Falls, las cataratas más altas de Estados Unidos, aunque están completamente secas en esta época. Una ligera decepción, que nos aboca a comer un bocadillo regular en uno de esos restaurantes fruto del turismo masivo -el parque recibe más de cuatro millones de personas al año- que ahora mismo genera debate en el país. Se discute la conservación de los espacios naturales, su esencia, y hasta dónde sacrificarla en favor del visitante. Desde los años setenta el valle sufre las consecuencias del tráfico y la actividad humana, pero los políticos no terminan de ponerse de acuerdo sobre su gestión.

Creo que nunca he sufrido un ¨impacto paisajístico¨ semejante. Y eso que la entrada en el parque es paulatina, muy lenta. La carretera se adentra poco a poco en el bosque, hasta hacerse más y más frondosa. Los indios vivieron en este valle unos 4.000 años. No me extraña.

La entrada en coche sólo está permitida en zonas muy concretas, así que la caminata es obligada. Después de 700 kilómetros conducidos y casi veinte caminados, lo escribo alto y claro: merece la pena.

Un par de vueltas entre cabañas y dejamos el coche. Aunque la inmensidad traiciona la orientación, en este lugar sólo apetece caminar, respirar, abrir los poros, los ojos y todos los sentidos. Happy Isles. Su nombre lo indica: la felicidad espera. Hace falta descubrirla entre lagunas, senderos empinados, acantilados y ardillas, centenares de ardillas, que sorprenden, hacen disfrutar a los niños (y a los no tan niños) y asustan a algún(a) que otro visitante. Queda claro que he las tres cosas son perfectamente compatibles.

El camino al paraíso está en la cima de la Vernal Fall. Pone a prueba pulmones y piernas, y eso permite disfrutar del paisaje. Parar, darse la vuelta y mirar hacia abajo, a la profundidad del valle, al vuelo de las águilas, e imaginar los osos que (al parecer, yo no los he visto) se esconden entre las inmensas rocas del bosque, que a media tarde deslumbran con un color intenso y blanqueado por el ardor del sol. Se escucha el flujo del río. Y se intuye la cascada, pero aún no se puede ver. Yosemite sólo regala ese privilegio a los que llegan a la cima.

Seiscientos escalones, encontronazos con ardillas y me falta el aliento. La cortina de agua impacta en la piedra de granito. El rocío golpea mi piel. Busco una roca, me siento y la miro. Me obsequia con una imagen inolvidable sellada por un perfecto arcoiris. Y yo, a la espera de sufrir las agujetas, pero con el cuerpo fresco y lleno de energía, sólo puedo rendirme, y darle un abrazo a la naturaleza.


miércoles, 7 de agosto de 2013

The fine art of Wine Tasting


Ciudad, mar, naturaleza. Mar, tranvías y otra vez mar. Naturaleza, robles y humedad. California tiene 58 condados con una diversidad paisajística y climática inabarcable. Desplazarse veinte kilómetros puede significar un trasvase térmico de hasta veinte grados, y también un cúmulo de sensaciones ópticas indescriptibles. El paisaje regala decorados infinitos, lagos, valles, montañas y una rica vegetación que te hace abrir los pulmones hasta el más allá y olvidar que hace menos de diez días tus pies pisaban el asfalto madrileño. 


Después de un día agotador en San Francisco, cenamos y nos fuimos a pasar el día al Valle de Napa. Ya había oído hablar de California y sus viñedos. Muchas bodegas de todo el mundo se han desplazado a este lugar para ampliar su negocio y abrirse paso en el enoturismo, por ejemplo las españolas Torres, que eligieron en los ochenta este lugar del norte de San Francisco por su privilegiada brisa y su niebla marina. Además de su producción vinícola, el espacio sirve para la difusión de la cultura culinaria española y catalana, sin faltar esos shows de flamenco tan apreciados por los turistas yankees... 
Dejamos atrás la ciudad y nos adentramos, carretera y manta (no más de trece grados en San Francisco), en un bosque de robles centenarios. Las bodegas se suceden. Hay más de seiscientas, que reciben cada año a cuatro millones de turistas, compitiendo con Francia. El viaje nos invita a perdernos por las carreteras secundarias, sin saber adonde ir, sin rumbo fijo. Lo mejor de los viajes es cuando uno pierde la noción del tiempo y se deja llevar.
Aterrizamos en Jamieson, un antiguo rancho español en el que parecen saber mucho sobre el refinado arte de catar vino, aunque llamen ¨pínou¨ a la elegante ¨Pinot Noir¨.


Incluso para los que no sabemos de vino, disfrutar una buena copa con el sonido de una cascada y el vuelo de las águilas sorteando el valle es una experiencia única. Napa es una reserva natural de California, llena de negocios familiares, aunque la perfección de su paisaje revela que es también una de las zonas más caras para hacer vino. No es casualidad que sus caldos estén entre los mejores del mundo. 

Salimos de Napa y subimos hasta Sonoma, Santa Helena y Calistoga. Aquí es época de bodas, nos encontramos con más de una en los recónditos castillos. En algunos, el turismo es una maquinaria que funciona a la perfección, aunque en ocasiones se pierde la esencia de la exclusividad que el lugar pretende ofrecer.  Napa también se puede conocer en avión, en globo o en tren. Muchos domingueros sanfranciscanos deciden perderse por la zona en coche, con largas colas en la carretera de vuelta. 

Por eso seguimos perdiéndonos entre el paisaje. Nos encontramos de frente con el excéntrico Castello di Amorosa, una construcción de coste estratosférico, impulsada por un millonario italiano.

El castillo tiene solo veinte años, pero todos los detalles trasladan a la época medieval. Se puede pasar la noche por un módico precio de 1.500 dólares.

  
Caen treinta grados en Napa. El coche nos lleva a cenar al centro de Sonoma, a un café muy chic que quiere tener sabor a Italia, aunque las tostadas de pan se sirven con mantequilla. El vino magnífico, claro. Volvemos despacio, sin prisa. Berkeley nos espera, después de un pintoresco roadtrip, con su niebla, su brisa y sus trece grados.

martes, 6 de agosto de 2013

Welcome to America


Querido blog,

No me he olvidado de ti. Por fin encuentro el tiempo y el lugar para decírtelo. Han hecho falta más de dos años, 9.312 kilómetros, viajes y casi veinte horas de vuelo para encontrar un lugar no solo lo suficientemente inspirador como para lanzarme a escribir sino también tranquilo, sereno, despierto y vivo.

Tengo que reconocer que mi imagen de Estados Unidos era, antes de poner un pie en el país, una absoluta arquitectura imaginaria e inconexa construida a través de películas, canciones, libros y series de televisión. El narcisismo europeo, o nacional, nos impide a menudo trasladarnos a la verdadera esencia de otros lugares, que construimos con el filtro de nuestra propia identidad. Así que, antes de volar a Philadelphia, intenté hacer un ejercicio de limpieza mental y emocional para percibir todo de la manera más pura y limpia posible.

Llegué a Berkeley cinco horas más tarde de lo previsto, a causa de unas inundaciones al parecer inéditas en el aeropuerto de Pensilvania, que me dejaron sin maleta durante cinco días y prácticamente sin ropa cuando logré tener contacto físico con la misma, porque todo llegó a mis manos en mal estado. América me dio la bienvenida peleándome con una compañía aérea y con la sensación de que la democracia más próspera del mundo es una falacia.

                                                      Rainfalls in Philadelphia Airport.
               
Una vez recuperado el aliento y aún con cierto jet lag (según los psicólogos es habitual que se prolongue una media de dos semanas), me lancé a exprimir The Bay Area. Antes, mis anfitriones me regalaron una cena totally american, en compañía de sus hijos y amigos, un grupo de jóvenes americanos de los que aprendí que las mesas yankees están abiertas a todo tipo de conversaciones, tan banales como intensas, en torno a la espiritualidad, la cultura o los instintos más puros, y que compartir un meal es mucho más que sentarse a comer.

Estuvimos varias horas cocinando enchiladas (la cocina mexicana es parte de California, por la influencia de la inmigración y la proximidad geográfica), escudriñando términos culinarios en español e inglés, compartiendo viajes, palabras, vivencias y esas imágenes que todos construimos del otro. Algunas coinciden con la realidad, otras, no tanto.

De pronto me encontré con cinco personas, alrededor de una mesa, cortando pimientos, hirviendo arroz y sumergiendo tortillas en una sabrosa salsa a base de chile que bañaría después el delicioso plato mexicano. Todo a una velocidad de vértigo, nadie paraba en la cocina, aunque el trabajo era perfectamente compatible con el disfrute de una copa de vino o una cerveza. Una cadena perfecta para ¨construir¨ ese bien común que iba a ser compartido después, con total éxito de crítica y en gran compañía. En plena cena iba llegando gente y más gente, cada vez estábamos más apretados en la mesa, pero eso me hizo sentir una agradable sensación de calor hogareño.

Al día siguiente, Rob y su hijo, Sam, tenían que conducir catorce horas hasta Seattle, donde iban a acampar el fin de semana, así que la sobremesa no se prolongó más allá de medianoche. Tres nacionalidades juntas. Europa y América unidas por una mesa, por una buena comida y una buena charla. Esa noche empecé a sentirme como en casa.