jueves, 10 de septiembre de 2015

Sal de mar

                                            Platja de les barques, 09-09-2015. Mònica Faro ©

Por alguna razón, he cogido vacaciones tardías. Por suerte, mi inicio de curso se ha parecido a esos agostos que tanto he echado de menos. Han vuelto en forma de septiembre. Los días son más cortos, pero muchas cosas saben igual. El mar, la brisa, la arena, los amigos del verano, los de siempre, el puerto, los barcos, el chiringuito, las cervezas sin hora, comer cuando ya no existe el reloj, cenar cuando el sol está lejos y que nada importe, porque mañana nos esperará de nuevo el mar. 

Ha llovido. La lluvia en el Maresme me provoca cierta sensación de melancolía irreprimible. Para alguien que vive lejos del mar y que ha nacido cerca de él es casi doloroso no poder disfrutar de los rayos de sol infinitos del verano. Tumbada en la arena, con el periódico pegado a la piel por la crema -de esas sensaciones que sólo son placenteras cuando las echas de menos-, con los niños haciendo castillos, con esas pelotas hinchables que de pronto invaden la toalla, por algún pase mal orientado. Aun así disfruto al saber que estoy ahí, por fin, en el mar, mi mar. Y al ver que algunas cosas siguen siendo igual. Que el tiempo pasa, pero las olas siguen su curso, una tras otra, sin descanso, más o menos revueltas, siempre ahí, constantes. Voy y vengo y veo con calma a esos amigos que se hacen fuertes en la distancia, y disfruto de ellos con el placer de no tener solo media hora para tomar un café. Recupero viejas amistades, que en realidad nunca se fueron, pero que el tiempo y la distancia paralizó durante un tiempo, porque nuestros caminos se separaron. O quizá no llegaron a separarse nunca, fueron juntos, de forma paralela. Nos damos cuenta de que hemos vivido juntas en el tiempo y la distancia, asoman esos recuerdos imborrables, de tantos años, tantos agostos entre olas y música, la melodía de veranos interminables. Recuerdos que ahora están para siempre inmortalizados en un álbum, un álbum de infancia que ahora queremos completar con la conciencia de que el tiempo no vuelve y que la AMISTAD, esa que se escribe con mayúsculas, es algo demasiado valioso como para dejarlo marchitar.

Ha llovido pero ha salido el sol. Huele a otoño, pero la playa está casi mejor que en agosto. Entre semana la gente ya trabaja y, aunque muchos aún no cierran sus casas de veraneo hasta final de mes, se respira una tranquilidad que sería impensable en pleno verano. Además, sigue habiendo ambiente. Las fiestas en los pueblos se alargan hasta mediados de septiembre y culminan con la Mercè el día 24. Cierro los ojos, los vuelvo a abrir y por fin veo esa playa en la que tantas horas he disfrutado, simplemente viendo el tiempo pasar. Y lo hago sin añoranza ni nostalgia, esta vez, solo con el deseo de alargar ese instante. En ese lugar, en esa línea perfecta del horizonte, se recicla toda la energía entumecida por la rutina, vuelven las ganas, vuelven los sueños y las ilusiones. Incluso cuando ponen el paravientos en el chiringuito y me tengo que abrigar. El mar y la brisa, con olor a sal. Cuánto lo echaba de menos. 

Que empiece pronto una nueva ronda: playa, piscina, subir, bajar, cervezas en la arena, paellas al borde del mar, veleros y música sin hora de cierre porque aquí la fiesta no acaba. Ese mar con sus olas inmortales que nos recuerda la belleza del tiempo, el tiempo que pasa despacio, lejos de las prisas, del reloj (y del móvil); lejos del asfalto, del atasco y del maldito estrés; lejos de esas preocupaciones cotidianas que nos empañan la vida y nos hacen olvidar que es maravillosa.

Que la fiesta no acabe. Que no acabe nunca. Que nos acompañe siempre. A ser posible cerca del mar. 
                                                               Sant Andreu de Llavaneres. Mònica Faro ©

viernes, 21 de agosto de 2015

Maletas, mochilas

Arriba, abajo, siempre viajando. Entre el arraigo profundo de una ciudad que has aprendido a querer y el deseo constante de aterrizar en un nuevo lugar. ¿Hasta dónde llega esa inquietud abrasadora? Piensas y de repente te preguntas si echarás raíces aquí, si esta ciudad dará tanto de sí, una ciudad agotadora e insaciable como tú, que sin embargo a veces pesa. Te agota incluso la inspiración, esa que siempre andas buscando, pero que se ha quedado aletargada, como si se hubiera refugiado entre el polvo de recuerdos infinitos. Te pesa cuando pasan los días y te das cuenta de que abarcarla es imposible, porque quizá necesitas un nuevo aire para desempolvar el color de lo que tienes delante. Quizá nunca tuviste tanto, pero sigues queriendo lo que te falta. 

Te pesa. Te agarra y te pide aire. La curiosidad infinita que te acecha te apremia a levantarte y a abrir un nuevo camino. Porque has pasado más horas en un aeropuerto que en el metro, porque hacer maletas te emociona. Deshacerlas a veces te estremece: has tenido la suerte de encontrarte bien siempre allá donde fuiste y no te gustan las despedidas. Siempre te debates entre las ganas de volar y el buen sabor que te dejó ese lugar, lo que viviste, la gente que conociste. 

Es una inquietud sana, sin miedo. Simplemente un escalofrío que te recorre el cuerpo inquieto, ávido de viajar. Y entonces sabes que debes seguir, hacer la maleta de nuevo. Seguir llenando la mochila. Porque tu corazón está lleno, pero lo estará más si vuelas de nuevo. 

martes, 7 de julio de 2015

Poesía para un sombrero

Bob Dylan es, por encima de todo, un poeta. Un poeta introspectivo y altivo que toca para sí mismo. Bob Dylan toca para su sombrero. Fue la sensación que tuve anoche en el Palacio de los Deportes de Madrid en su único concierto en la capital de la última década. Un concierto al que no fui con la idea de vitorear sus éxitos, porque sabía que era poco probable que nos los regalara. Sabía que el repertorio de Dylan en vivo suele ser muy sui generis, salvo que se levante ese día con ganas de satisfacer al público, algo que este artista-personaje, que vive y escapa de la alargada sombra que dejó entre los sesenta y los ochenta, no tiene ningún interés en hacer.

Quizá esa sea la parte más criticable de su concierto, en el que no hizo ninguna alusión ni al público ni a su tiempo, una conexión que, en su época grande, fue lo que le catapultó al éxito. La canción protesta, el sonido contracultural de Dylan, lo pedía el público más que sus versiones descafeinadas. Pero él, con su sombrero, tocó lo que quiso y como quiso. Lo más fuerte de la noche fue un Blowin' in the Wind al piano que costaba reconocer. Aunque yo me quedo con su particular Full Moon and Empty Arms de Sinatra. Nada de himnos de protesta ni de cambio, y eso que los tiempos están revueltos. Ni un solo guiño, ni una sola crítica social. La pausa de veinte minutos se le permite, pero eso... No.

No deja que le graben, le molesta la luz de las pantallas y no se dirige al público. Huía de los hippies, ignora a los fans de hoy. Aun así, queda su música. Quedan sus letras, sus versos. Sus poemas, su literatura. Su armónica. Sus baladas, para escuchar con los ojos cerrados, o para descifrar con un cancionero o con la ayuda de Google. Eso es, sin duda, lo que le hace único. Lo que nos recuerda porqué Dylan es -aún- tan grande. 

                                                                     Bob Dylan, Barclaycard Center, Madrid, 06/07/2015 MFE ©

martes, 23 de junio de 2015

Una caja de música



Llego a Barcelona a las 11:20. El primer día de verano me regala un lunes de trabajo en mi ciudad. Madrid-Barcelona, one more time. Una suerte empezar la semana junto al mar, para entrevistar a dos grandes de la cocina, Ferran Adrià y Christian Escribà, pastelero y maestro de Albert Adrià, el mago de los dulces de El Bulli. 

Descargamos los bártulos en el obrador de Escribà, un paraíso dulce, un nido de sueños dalinianos de azúcar, donde el merengue cuelga del techo y todo es posible: anillos de caramelo, zapatos de chocolate, figuras gigantes de merengue, amapolas de azúcar... No hay límites a la creatividad. 

La cita es más tarde y aprovechamos para ir a La Rambla a ver la otra casa de este pastelero, un pequeño local esquina con la calle del Carme, con una espectacular fachada modernista, vidrieras de mosaicos policromados hechos con la técnica del "trencadís", tan característica de la Barcelona de Gaudí.

Pero el paseo se convierte en un viaje en el tiempo cuando llegamos sin planearlo a la Casa Beethoven, una tienda especializada en partituras de música, poblada de cientos de miles de páginas de notas musicales, a la que iba con mi padre de pequeña. Siempre curioseábamos entre libros y notas. Si querías una canción, te la buscaban. Si no la encontrabas, prácticamente te la fabricaban. Casi toda mi biblioteca musical está formada por las pequeñas adquisiciones que hacía con mi padre cuando paseábamos por La Rambla. Siempre nos parábamos y, casi siempre, entre mi timidez y mi pudor de niña, me sentaba en aquel viejo piano, para hacer sonar sus teclas. "Nos hemos visto más veces", me dijo ayer el dueño. Muchas veces paré en este rincón, de mis favoritos de la ciudad, y veía el tiempo pasar ensayando alguna de esas partituras, tanteando su dificultad para ver si me atrevía con ellas o no. Un lugar cargado de magia, de los pocos que la conservan en esa abarrotada Rambla, contaminada de puestos de souvenirs y quioscos para turistas. Me emociona ver que esta casa, una auténtica caja de música, aún sigue en pie, con la autenticidad y la pasión de sus dueños, con el olor de siempre, con el eco de las notas de su viejo piano. "Aquí todavía no vendemos camisetas de Messi", me dijo Jaume, el hijo. "Vuelve pronto, vuelve pronto a tocar nuestro piano". 

Hay lugares que me hacen vibrar, y este es uno de ellos. Pocos minutos después se cayó un enorme platanero en plena Rambla. Por suerte no ocurrió nada, surrealismo barcelonés, dada la cantidad de gente que paseaba aquella hora en la que es, probablemente, la calle más transitada de Barcelona. El ruido de su desgarro lanzó la alarma y los paseantes reaccionaron a tiempo. Aunque quizá no me enteré porque se paró el tiempo en la Casa Beethoven, cuando volví a sentarme en ese viejo Stutgart a tocar. Un momento mágico, el de este primer día de verano, que despertó recuerdos que me acompañarán siempre. Una caja de música maravillosa, genuina, que sueño abrir pronto, como hacía, en un paseo por La Rambla. Per molts anys, Casa Beethoven.



viernes, 8 de mayo de 2015

Puro arte

                                                    Sábado 25 de abril de 2015, Feria de Sevilla. © MFE

Jinetes erguidos, mujeres vestidas, la herradura del caballo golpea fuerte en un camino de tierra. He aterrizado ahí casi por arte de magia, sin pensarlo, sin saberlo. Todo empezó una tarde de enero, con las ganas de visitar a nuestra buena amiga y su marido, trasladados temporalmente a Sevilla. Y, no sé cómo, me vestí de rojo y blanco. Me dejé vestir, una tarde de marzo, y amanecí prácticamente vestida esa mañana de sábado de abril en la capital andaluza. 

Salir a la calle. Me golpean toneladas de luz y soy un anacronismo más en esta ciudad llena de luz y color, en la que siento que viajo en el tiempo. Una ciudad que me impactó cuando la vi por primera vez hace un año y en la que, por alguna extraña razón, había puesto pocas expectativas. Me sentí muy afortunada de tener a un cicerone conmigo aquella vez, que me llevó de noche por la Giralda, la Plaza del Salvador y una taberna añeja en el barrio de Santa Cruz donde probé un traicionero y alegre vino de naranja. 

Rumbo a la feria. Autobús, más color, más sabor y todo cobra sentido al llegar a esa imponente “portada” que custodia las más de mil casetas de la enorme Feria de Sevilla, un recinto mastodóntico en el que me hubiera perdido de no ser por la magnífica disposición de mis generosos amigos, guías ejemplares, anfitriones de lujo, que desde el primer rebujito que me regalaron en mano me invitaron a formar parte de la película como un personaje más. Así me sentí al atravesar la portada. Por fin ese vestido rojo y blanco cobraba sentido, por fin me hallé en él, con los consejos maestros de Lucía, que si la flor por aquí, que si el pelo por allá y olvídate de tacones, "porque un día en la feria es más largo que una jornada laboral". Me hallé en ese decorado de cartón piedra, plagado de coches de caballos de día, de luces de noche, y sevillanas las veinticuatro horas, con intentos frustrados de bailarlas por mi parte. Eso ya es otro cantar. Al fin y al cabo, para hacer de figurante no hace falta. El papel principal está reservado a los sevillanos, de cuerpo y alma, que viven la feria desde lo más profundo, con una jovialidad contagiosa y un control de la apariencia que asusta. Y el día acaba casi catorce horas más tarde en lo alto de una noria, en lo alto de la feria, con una pareja que nos invita a una última copa de vino en las alturas. Mágica feria, mágica Sevilla.


miércoles, 22 de abril de 2015

Entre libros y rosas

Un año más, me toca pasar Sant Jordi lejos de Barcelona. Lejos de La Rambla, de los paseos entre tinta y aroma de rosal, llenos de sonrisas cómplices. Sant Jordi no solo es día para los enamorados. Los amigos, los padrinos, los hijos, los padres, todos salen a la calle para declarar su amor por las letras, por su ciudad y por la persona -o las personas- que tienen al lado. Rosas rojas, rosas, blancas, amarillas, azules y hasta de caramelo... Un mosaico de colores, un festival de emociones. Alegría y paseos compartidos, sin prisa. Las preocupaciones se diluyen, nos rendimos a la calle y buscamos sumergirnos en alguno de esos libros que esperan, impacientes, estar en manos de algún ávido lector.



Una de las cosas más emocionantes que he vivido es recibir una de esas rosas, aun estando lejos -y cerca, a la vez- de Barcelona, de parte de alguien que comparte mi sensibilidad por esa fecha. Además de mi padre, quien me inculcó desde pequeña el amor por esta fiesta, y mi madre, que también se emociona con ella, solo una persona supo sorprenderme en Sant Jordi con una rosa y un libro, que cada año, cuando llega esta fecha, desempolvo de la estantería con muchísimo cariño. No soy amante de las efemérides, de los regalos de calendario, ni de los San Valentines, pero Sant Jordi sí, por alguna razón, es especial para mí.

                                                                    Sant Jordi - 2000 - C. Faro. ©

Dice la leyenda que cuando la hija del rey estaba a punto ser engullida por el dragón, un apuesto caballero cambió su suerte, desenfundó su lanza y mató al animal. De su sangre brotaron rosas rojas. Es la leyenda de Sant Jordi, patrón de Cataluña y protagonista de la fiesta del 23 de abril, aniversario de la muerte de Shakespeare y Cervantes. En 1996, la Unesco declaró este día el Día Mundial del Libro y de los Derechos de Autor. Muchas otras ciudades se han sumado a la fiesta, incluso en Japón o en Venezuela. En Madrid, cada vez más librerías ofrecen descuentos en improvisados puestos callejeros, y, desde hace diez años, celebran "La Noche de los Libros", una versión vespertina de la fiesta, diferente, con menos rosas, pero también con mucho encanto, aunque toque pasarla persiguiendo a algún político, como tuve que hacer hace unos años. Por suerte también pude estar cerca de escritores como Juan Marsé, entre cuentos de Poe y poemas de Mallarmé. Nunca olvidaré ese día, ni ese año rodeada de letras. 

Llega Sant Jordi y me entra nostalgia de Barcelona. Escucho la tele y no puedo evitar pensar que hoy es un día duro para mi ciudad, y de algún modo también para las letras, por el terrible suceso que se ha cobrado la vida de un maestro. Cuánta locura.

                                                                   La viñeta de Andrés Faro de hoy en el Diari de Tarragona.


Llega Sant Jordi y me entra nostalgia de Barcelona. Me entran ganas de mar, de pasear entre libros y rosas. En Barcelona, Sant Jordi es el día laborable más festivo del año. Solteros o enamorados, de todas las edades, se escapan corriendo del trabajo para pasear por las librerías ambulantes, conocer a sus autores favoritos, bajar La Rambla hasta Colón, ver el mar y dejarse impregnar por el sabor de ese día en que la Ciudad Condal cobra su máximo esplendor. También el metro, ese lugar que tan a menudo refleja el estado de ánimo de una ciudad, abandona las caras de rutina, convertidas por un día en una celebración espontánea, casi inconsciente, que cada año se renueva, con todos los colores vivos de una primavera que llega para quedarse. Caras tímidas de chicos jóvenes, sonrisas pletóricas de madres o esposas, jubilados, niños... Todos, o muchos, con su libro y su rosa. Todos con el deseo de que la ilusión de ese día no se marchite, de poner su rosa en remojo y sumergirse en esa nueva historia con la que soñar.


Sant Jordi any 2000 - C. Faro. ©


martes, 14 de abril de 2015

Viajes y vueltas


Volver a un lugar en el que pasaste años de tu vida produce tal impacto en tu memoria que al principio, de entrada, sientes que no lo reconoces. Todo sigue igual, pero todo ha cambiado. Han pasado diez años y eres otra persona. En realidad no. Eres la misma, pero con mil vivencias más, con mil vueltas, cientos de viajes y lugares recorridos. Paseas por esos jardines, el pasillo, la clase. La sala de profesores, ese lugar vedado que ahora sí puedes pisar, porque estás en ese otro lugar. La vida, de repente, por un momento, te ha puesto ahí. Y tú has querido estar ahí. 


A veces, sin pensarlo, tomas decisiones que cambian para siempre tu camino. No sé cuánto me cambiará haber pisado el Liceo de nuevo, pero es cierto que me ha llenado de luz. He tenido que ponerme frente a casi treinta adolescentes inquietos para recordar qué es lo que me hace feliz. Hemos hablado de información, de periodismo, de la vida y de lo que ellos han querido, porque tienen una curiosidad infinita que emociona. Hemos viajado juntos al pasado. Y yo he hecho un viaje en el tiempo, para pensar en el futuro y vivir el presente, con el impulso de sus miradas de ilusión.

A veces, la rutina nos hace olvidar lo importante que es invertir nuestro tiempo en ser felices. Ser felices, en lo poco o mucho que dependa de nosotros, con lo que hacemos, trabajar no solo por la necesidad de hacerlo. Sentirnos realizados, tener un proyecto propio, ilusión, ganas de crear, de avanzar, de cambiar cosas. Algo pasa, y nos paramos a pensar que quizá debamos reconducir nuestro camino para seguir persiguiendo el sueño, los sueños que nos hacen felices. 


A veces, nos olvidamos de vivir. Crear, amar… Soñar. La vida no es nada sin esos sueños que tenemos despiertos. Y me doy cuenta de que solo hace falta pararse, de vez en cuando, entre tantos viajes y vueltas. Subir de nuevo al coche y meter la siguiente marcha a conciencia, seguir el camino, emocionarnos. Abrir la ventana, que se erice nuestra piel con el viento y sonreír, con esa mirada puesta en las pequeñas cosas que nos enseñan a vivir, entre viajes y vueltas.


"¡Perder el sueño, que desteje la intrincada trama del dolor; el sueño, descanso de toda fatiga; alimento el más dulce que se sirve a la mesa de la vida." (Shakespeare, Macbeth) 

viernes, 27 de marzo de 2015

Alteración consciente

Y, de repente, un viernes cualquiera, te alteras. Ese run-run del canal 24 horas que tienes puesto todo el día en la redacción, y en el que últimamente ves demasiada mediocridad, te recuerda que quien gobierna tu país no se lleva bien con las preguntas de los periodistas. Y te preguntas qué sentido tiene tu profesión en un momento en que los medios viven en una asfixia absoluta que impide a muchos desarrollar la investigación, el análisis o incluso el propio pensamiento. Que no hay dinero. Que hay que comer. ¿Debemos favores a quien nos informa? No. La información es poder, pero ese poder debe ser de la gente, no de los poderosos.

En mi primera clase en la universidad un buen profesor me dijo que el periodismo es contarle a la gente lo que le pasa a la gente y a mí eso no se me ha olvidado ni un solo día desde que pisé por primera vez una redacción. Habrá -ha habido- historias mejores y peores, historias que te salen de dentro y las que simplemente salen de oficio, pero siempre, y sin dudarlo, pienso en esa(s) persona(s) que está(n) leyendo, quizá a miles de kilómetros, las palabras que he escrito con un gran sentimiento de responsabilidad.

Quizá es muy fácil hablar desde la perspectiva de quien hace, por suerte, informaciones menos ásperas, más amables, y admiro mucho a los periodistas que se dedican a la política y ejercen con dignidad y éxito la profesión, a pesar de estar rodeados de mucha mediocridad. Pero me altera profundamente que toleremos esa desinformación constante de nuestros políticos, a quienes también tengo en frente de vez en cuando, con decenas de anécdotas más propias de un sainete que de una democracia. Solo deseo de verdad que, pronto, -de una vez, por favor- delante de la cámara haya alguien digno de tratar a sus ciudadanos con el respeto que se merecen.

lunes, 9 de marzo de 2015

Madrid tiene esas cosas

                                                              Vista desde el Templo de Debod.

Hace dos días ibas tapada hasta las cejas, bufanda-manta, guantes, jerseys y manos en los bolsillos. Pero, casi sin esperarlo, así, como por arte de magia, la primavera hace su aparición prematura. Quedan semanas para que empiece oficialmente pero los madrileños tienen prisa por estrenarla, aunque sus terrazas están siempre repletas. Con mantas, eso sí, pero siempre con ganas de tapeo y terraceo. Pero el invierno ya empieza a pesar y me parece irónico cuando veo a mis amigos neoyorquinos sumergidos en la nieve, casi a mediados de marzo. Aquí el cielo muestra su mejor cara. La temperatura sube de repente y la ciudad cobra una energía irrefrenable cuando sale el sol. Así es Madrid. 

Madrid tiene cosas como el Rastro, un domingo por la mañana. Hoy, un mercadillo casi sin más, parecido a muchos otros. Me recuerda al Porta Portese romano en el que tantas mañanas de domingo pasé buscando películas descatalogadas de Fellini o piedras a precio de saldo para hacer collares artresanos. Frikadas que tiene una. 

El paseo, en aquel caso acababa en el Trastevere con una carbonara muy difícil de superar y aquí desemboca en la Plaza de la los Carros con unas cervezas bajo el sol. 

                                                                          Plaza de los Carros.

El Madrid castizo tiene aún locales con solera: la lechería, el almacén de vinos, o una guitarrería, en el 12 de la calle Santa Ana, donde podemos ver al luthier trabajando sin ni siquiera entrar, porque la tienda impone respeto a los no entendidos. Esos pequeños locales añejos son los que verdaderamente dan sabor al Rastro un domingo a mediodía. Aunque es posible encontrar chollos y cosas muy curiosas, mucha de la ropa de los puestos es igual a la que ofrece cualquier otro mercadillo y las hordas de guiris abarrotan el poco espacio que queda en las pequeñas callejuelas formadas por los tenderetes. 


Se hace difícil disfrutarlo, y uno no puede evitar desviarse por las calles adyacentes y detenerse en rincones más sabrosos, como esos bares de vermú en los que no se puede ni entrar y que los madrileños saben disfrutar en la calle o pequeños negocios en extinción, exóticos para cualquiera que viva en uno de tantos barrios prácticamente despersonalizados.  

Madrid te premia con unas cervezas al sol y un paseo por el Palacio Real. El bucólico jardín del Príncipe de Anglona, escondido detrás de la plaza de la Paja, en el que nunca antes te habías detenido. Una casi puesta de sol en el Templo de Debod. Reflejos de lienzo en un cielo pintado. Madrid es un hormiguero abarrotado en el que no sabemos de dónde sale la gente, que los fines de semana se hace amable y sonríe.

                      
                 Jardín del Príncipe de Anglona.


Cae la tarde. Vuelta a casa. Quizá has caminado kilómetros, pero tu piel está cargada de energía. Ella -Madrid- se emociona con esas irreprimibles ganas de salir de su gente y despliega al máximo su belleza. Sin miedo al lunes ni a la rutina. Ni al atasco matutino. Simplemente, primavera; simplemente, Madrid.


***

"Porta Portese", enero de 2010.
                  
              


miércoles, 25 de febrero de 2015

La paella infalible en Barcelona



El tiempo pasa, pero hay cosas que siguen igual. No recuerdo cuando fue la primera vez que fuimos, pero se ha convertido en nuestro sitio de cabecera. Degustar una paella en el Xiringuito Escribà es un plan que, caiga quien caiga (invierno, otoño, primavera o verano) nos espera cuando nos reunimos. 

Mucho ha llovido en la vida de todos desde la primera vez. Amores, desamores, parejas y un niño precioso, que nos acompaña, esta vez. Un nuevo miembro en la familia, que se ha integrado a la perfección, casi sin rechistar, lo justo para reivindicar su sitio en la mesa, tirando servilletas, pero pidiendo a borbotones nuestras sonrisas, con la suya propia, que destila una inocencia infinita. Ya le queremos. Ya es parte de la familia

Más allá de lo que supongan esas comidas, una cita ineludible, el placer de recordar miradas cómplices de la familia que un día fuimos y aún mantenemos unida, a pesar del tiempo, las distancias y la madurez, este restaurante es una apuesta segura si uno quiere disfrutar de una buena paella en Barcelona. En la playa de Bogatell, entre restaurantes atrapaguiris y fotos de “el paellador”, este es uno de los preferidos de los locales, de la gente “de casa”, con una cocina abierta al público, un cuidado servicio y -lo mejor- a escasos metros del mar. Recomendables los chipirones a la andaluza, receta especial de la casa, y el arroz, en cualquiera de sus versiones. Pueden servirte las raciones en los platos pero lo mejor es comerla con las cucharillas de madera que nos sirven con la paella y disfrutar el socarrat en caliente, directamente de la paellera. Y dejen sitio para el postre: el dueño es de familia pastelera y nos traerá la infalible bandeja para que nuestros ojos, que no nuestro estómago, elijan uno de sus deliciosos dulces y sucumbamos al placer de disfrutarlos. Bon appétit!


martes, 17 de febrero de 2015

Diez planes para 'foodies' en París

                                                      Vista desde Montmartre. Abril de 2008.

Es esa ciudad a la que nunca me canso de volver. Cada viaje es una experiencia única. Cada cierto tiempo, algo suena en mi cabeza y me dice que tengo que ir, de nuevo, a París. Sin querer, se ha convertido en un deseo irreprimible, un vicio, tal vez, teniendo en cuenta lo grande que es el mundo y los muchos lugares que hay que ver. Pero me gusta adentrarme en ella poco a poco, volver a casa con la sensación de que París es, un poco más, mi cómplice. A muchos les costará creerlo, pero yo me siento como en casa. Cuando pongo un primer pie en sus calles me recorre un escalofrío muy difícil de describir, quizá por los recuerdos de los viajes pasados o porque hay mucho de Francia en mí, aunque su pueblo (y en concreto los parisinos) sea, de lejos, el más odiado del viejo continente. Me emociono cuando veo las buhardillas de pizarra, la plaza del Hôtel de Ville, el Pont Neuf, la Place des Vosges o el Boulevard Saint Germain. Y, lo mejor, me es muy difícil elegir un rincón, una imagen, mi lugar especial. Cada uno lo es, y puede serlo de muchas maneras para otros.

Por eso creo que las listas son odiosas. Cada cual tiene que coleccionar sus propios rincones, buscarlos o improvisarlos. Aun así, las recomendaciones nunca sobran, así que me he puesto el reto de recoger diez experiencias con un toque foodie, recopiladas de cada uno de mis viajes, con las mejores de las compañías, desde el primero que hice con mi padre en 1999. También con la ayuda de otros cómplices y amigos que viven allí, estos lugares formarán para siempre parte de mí, y de mi particular romance con París. 

La ciudad tiene tantos atractivos que lo mejor es no dejarse intimidar por la necesidad de ver y, simplemente, dejarnos llevar y disfrutar de lo que nos encontramos. Además de estas propuestas, este es el mejor consejo que puedo dar si vas (o vuelves) a París: pasea, pasea y vuelve a pasear; apóyate en los puentes y mira el horizonte; contempla la elegancia de las avenidas; la diversidad de su gente; adéntrate en los jardines de Luxembourg; piérdete por las calles del Marais, siéntate en una terraza y deja el tiempo pasar. La postal será tuya para siempre.

1. Endulzarte con un macaron en La Durée
                                                 Té y macarons en La Durée. Abril 2014.

Es uno de los primeros salones de té de París, donde las mujeres se reunían libremente para charlar. Todo empezó en 1862, cuando Louis Ernest Ladurée creó una boulangerie en la Rue Royale. Tras un incendio se transformó en pastelería, que posteriormente sería un salón de té, a petición de la mujer del propietario. Bendita adversidad, que propició la que hoy es una de las cunas del "macaron", uno de los dulces más sofisticados con sello francés. Bocados de colores que se pagan a precio de oro en grandes cantidades, aunque merece la pena darse un capricho en este lugar. Sentarse, pedir un té escrupulosamente servido en plata, y detenerse a contemplar los frescos del techo, mientras los turistas entran y salen y los parisinos desfilan sin detenerse ante un escaparate de pirámides dulces. Sin duda reclamo para el guiri cansado, pero merece la pena y promete regalarnos un viaje en el tiempo...

La Durée, 16 Rue Royale.

2. Les Enfants Rouges
En uno de mis barrios favoritos, el Marais, se esconde uno de los mercados con más sabor de París. Es el Marché des Enfants Rouges, donde los pequeños puestos de fruta conviven con los de comida internacional, regentados por cocineros locales. Desde China, al Líbano pasando por Italia o Etiopía, la variedad de sabores es infinita. Un buen lugar para pararse a comprar o, si no queremos cocinar, degustar un buen plato de comida caliente a buen precio. También tiene algún pequeño bar, donde se puede comer o cenar. Por la noche hay ambiente para tomar una cerveza o una copa de vino al aire libre, incluso con frío, con la ayuda de mantas y antorchas.

Marché des Enfants Rouges, 39 Rue de Bretagne.

3. Mariscada a la francesa en el Barrio Latino
                                                     Mariscada en Bar à Iode, Abril 2014.

La idea de comer ostras en París podía sonar demasiado atrevida para mi bolsillo hasta que mis amigos Sonsoles y Alex, francés y afrancesada, foodies los dos, me recomendaron uno de los secretos mejor guardados del Quartier Latin Parisino. Se llama Bar à Iode, y puede pasar fácilmente desapercibido ante el turista. Con una decoración marinera y sencilla, nos traslada a un pueblo de pescadores de la costa francesa, de norte a sur, con una gran variedad de ostras y mariscadas a buen precio. Además, el vino se cobra a tarifa de bodega. Un sitio para repetir.

Bar à Iode, 34 Boulevard Saint-Germain.

4. Café de la Paix
En mi primera visita a París, con solo 11 años, me quedé boquiabierta al entrar en este café. Es uno de los más antiguos de la ciudad, y considerado monumento histórico por el Gobierno Francés. Una obra de arte frente al edificio de la Ópera Garnier, en una de las zonas más refinadas de la ciudad. Por su proximidad con el templo de la lírica, ha acogido siempre a clientes famosos, desde Émile Zola o Guy de Maupassant hasta el príncipe de Gales. Entrar en él es viajar en el tiempo, pero tomar algo en su terraza también puede regalarnos una imagen inolvidable. Lo pagaremos a precio de oro, pero podemos estar horas viendo el tiempo pasar. 

Café de la Paix, 5 Place de l'Opéra

5. Un menú Michelín a precio de bistrot


Merluza con trigueros de Septime. Abril 2014.


Entrevisté a Bertrand Grébaut en una feria en Madrid y en seguida sentí curiosidad por probar su cocina. Treintañero, moderno y muy agradable en el trato, no oculta ser un urbanita, parisino hasta la médula, aunque crítico con su ciudad, fascinado por las materias primas y el campo. De esa ecuación nació hace tres años Septime, ubicado en una calle poco transitada de París, en el onzième, que se coló entre los cicnuenta mejores del mundo y acaba de estrenar su primera estrella Michelín. Tiene un menú de mediodía por 28 euros, que sólo se puede ir de las manos con un exceso en el champagne, aunque incluso en ese caso merecerá la pena. Boquerones, magret, espárragos con salsas impecables y toques crujientes, helados de flores insólitas o quesos franceses. Platos muy frescos y creatividad a flor de piel, con una decoración austera, rústica, que nos hará sentir como en casa, y un servicio impecable.

Septime, 80, Rue de Charonne. 

6. Un té en a la menta en la mezquita
Una de las maravillas de París es la diversidad de gentes, religiones, colores y orígenes que podemos encontrar en sus calles. Además del barrio judío, donde los comerciantes hebreos conviven con tiendas de chinos o locales, uno de los lugares donde más podemos apreciar esta riqueza es en la Mezquita. Una vez, mi amigo Edu me llevó allí a tomar un té a la menta con piñones. También hay restaurante, abierto desde mediodía hasta por la noche, donde podemos degustar un buen cuscús o tajine de cordero a buen precio. Una oportunidad para hacer una parada técnica, en el entorno de la zona universitaria, y disfrutar de la arquitectura hispanoárabe del templo musulmán más grande de Francia. Además del salón de té hay restaurante, sala de oraciones, escuela y biblioteca. 

Mosquée de Paris, 39 rue Geoffroy Saint-Hilaire.

7. Rendirse al arte de los boulangers
Entrar en una boulangerie francesa quizá sea una de mis mayores perdiciones. Hay más de 30.000 en todo el país, 3.000 de ellas concentradas en París. El oficio de boulanger es hoy una profesión muy valorada, aunque muy esclava. Cuesta resistirse al olor de la baguette recién hecha. Prohibido comprar pan fuera de ellas. Cuando presiones la barra y escuches el crujido de la corteza no podrás evitar llevarla como un auténtico parisino. Compra un buen queso, un buen vino y disfrútala. Más allá de la baguette, no concibo un viaje a París sin una tartelette aux fraises o, en su defecto, aux framboises. Son muy delicadas, pero alguna vez he comprado una a última hora para degustarla en mi espera en el aeropuerto. Sí, son bombas calóricas, pero... ¡Tienen fruta! Hace un tiempo me llevé una grata sorpresa en la pastelería Moulin Chocolat, una de mis favoritas de Madrid, en la puerta de Alcalá. No es París, pero... Saben casi igual de bien.

"París, la cuna de la baguette", EFETUR.

8. Cenar en la Rue Mouffetard
Mi primera cena en la Rue Mouffetard fue muy especial. Me entristece que el restaurante, Aux Trois Petits Cochons, cerrara para cambiar de ubicación (ahora está en Montmartre, pegado al metro de Abesses), pero me consuela saber que aquella cena se quedó congelada para siempre. En realidad, elegimos aquel restaurante por recomendación, pero lo verdaderamente imprescindible es pasear de noche por esta calle literaria del cinquième de París, una de las más vivas de la ciudad. Está poblada de restaurantes y cafés, también tiendas y mercados donde perderse entre charcuterie, viennoiserie y buenos quesos. Una wonderful narrow crowded market street, como la describía Hemingway en "A moveable feast", que regala aromas y rincones inolvidables. 

9. Saborear una buena crêpe
Prohibido sucumbir a uno de esos puestos de crêpes pegados a Nôtre-Dame o a la Tour Eiffel. Para algo hay algo en París llamado crêperies, donde con más dificultad nos darán gato por liebre. Eso sí: hay que saber buscarlas. Una de las mejores que he probado fue la de Le Sarrasin et le Froment. Después de buscar un buen rato por l'Île de Saint Louis, sin dejarnos llevar por el mal del turista -el hambre repentina que te entra después de horas de caminata y que provoca que sucumbas erróneamente al primer lugar que se topa en tu camino, con la posterior clavada y sensación de "qué mal hemos comido pero qué hambre teníamos"-, encontramos este lugar que tiene el equilibrio perfecto entre calidad, precio y una buena ubicación, para hacer una parada, rendirse al dulce o al salado -o a los dos- y seguir disfrutando de la ciudad. Mi perdición: las de jamón, queso y champiñones, las de manzana con canela y, para los más golosos, banana y nutella.

Le Sarrasin et le Froment84-86 rue St-Louis-en-l'Isle

10. Hacer un picnic en les Tuileries
                                                            Jardin des Tuileries, abril de 2011.

Una de las cosas que más me llamaron la atención en uno de mis viajes a París es la capacidad de los parisinos para hacer chic hasta lo más banal. Si tenemos la suerte de que París nos premia con un día de sol en primavera, no lo olvidaremos jamás. En uno de esos días de sol de abril, nos perdimos en un paseo por les Tuileries, otro de mis lugares favoritos. Niños, mayores y jóvenes pasaban la tarde en esas sillas de acero verde que rodean las fuentes de los jardines. Otros, sentados en el césped, leían o dormían, y de repente dos chicas se sentaron y sacaron sus dos copas de champagne, con la correspondiente botella, y unos cuantos cuencos que fueron rellenando de tomates cherry, queso cortado y crudités. Un picnic de media tarde, muy estiloso y de lo más apetecible.

                                                                         ****

Por casualidad, casi todas las veces que he ido a París, menos por trabajo, ha sido en abril. De algún modo para mí abril es París, un mes en el que he visto la ciudad con mil y un colores. Con sol y lluvia, con frío o incluso calor -recuerdo estar a 27 grados en los jardines del Museo Rodin-.

Para mí, París es belleza, pasión, grandeza y muchas más cosas. Cultura, vanguardia, libertad... Perderse en ella y descubrir sus maravillas provoca un gran placer y una irrefrenable necesidad de volver. Porque en París, lo más hermoso puede estar en lo más simple.

martes, 3 de febrero de 2015

Una de cine: el efecto Nueva York

Cuando volví de Nueva York, necesité una semana para recuperarme. No por las largas caminatas, ni por el cansancio, ni el jetlag. Apuesto que todo el que ha estado en Nueva York entiende la terrible sensación que te aturde cuando vuelves. Es como si se pinchara una burbuja, una burbuja de cine, en la que has estado flotando unos días. Y no puedes evitar pensar en lo feliz que serías viviendo en esa ciudad, -probablemente la ciudad más filmada de la historia, que crees conocer antes de conocerla- y ver todas las películas del mundo en las que los personajes recorren esos escenarios que, ahora sí, tú también has pisado, paseado y fotografiado. 

Mi buen amigo Sergio, que me acogió unos días en la ciudad, me recomendó “La vida inesperada”, una película española de la que había oído hablar sin grandes expectativas, que me emocionó, quizá por la frescura de mis recuerdos, pero también porque cuenta una realidad como un templo: las ciudades, no es lo mismo viajarlas que vivirlas. Por mucho que Nueva York sea la ciudad de las oportunidades no es evidente encontrarlas, y mucho hay que pasarlas -a veces muy canutas- para ganarse el pan, y -más todavía- lograr pagarse un techo, por pequeño que sea. 

Con una fotografía espectacular de Nueva York, que me ha recordado inevitablemente a "Manhattan", de Woody Allen, con un claro guiño en una de sus escenas, esta comedia española, de la mano de un Javier Cámara sembrado que ha protagonizado este año dos grandes películas del cine español (con "Vivir es Fácil con los Ojos Cerrados", que finalmente se ha quedado fuera de los Óscar), retrata la dificultad de buscarse la vida fuera y lo idealizado que lo tenemos a veces, como le ocurre al primo del protagonista (Raúl Arévalo), que se ve incapaz de construir una vida allí, quizá por miedo, conformismo o falta de coraje para abandonar esa vida aparentemente perfecta que en realidad no le hace feliz. 





Recomiendo la película -en versión original, por favor, sin partes dobladas que destrozan su gracia- a quienes quieran ir o hayan ido a Nueva York, pero sobre todo a todos aquellos que hayan tenido que empezar de cero. También a quien crea que en el cine español no hay buenas historias. Ésta estuvo guardada en el cajón durante años hasta que logró financiación. Más allá de Nueva York, con su imagen y su nostalgia, nos invita a disfrutar de la vida recordándonos que, aunque a veces no dependa de nosotros, hace falta valor para abrir y cerrar puertas.

“La vida tiene a veces giros inesperados y hay que estar atento y aprovecharlos”.

martes, 27 de enero de 2015

La riqueza de lo diferente

Muchos jóvenes de nuestra generación hemos nacido con el deseo irreprimible de viajar. Viajar hasta la saciedad, quemar el mundo, pisar las ciudades con la sensación de que somos parte de ellas. No somos un turista más. Descubrimos la cultura local, hablamos el idioma -o lo intentamos-, nos mezclamos con su gente y volvemos a casa con la maleta a rebosar. Si olvidáramos que salir fuera ha sido para muchos una necesidad, nos daríamos cuenta de que, a menudo, hay una causa mucho más fuerte que nos empuja a hacerlo: conocer, sumergirnos en lo desconocido, en lo diferente, para construir el puzle que compone nuestra identidad en esta sociedad atomizada. 
                                                        Viajeros esperando maletas.  Foto: 0034

Al final, mucho de lo que somos son nuestros viajes y nuestras vivencias. Cualquiera que haya vivido fuera coincidirá en que esas vivencias pueden ser más o menos duras, pero siempre serán -seguro- imborrables. Cambiarán para siempre nuestra forma de viajar -no soportaremos un hotel si podemos dormir en el sofá cama de un amigo, ni abriremos una guía si tenemos ese valioso e-mail de quien comparte con nosotros sus lugares vividos- . Nos acompañarán para siempre en nuestros pasos, nos harán más sabios, pero también más ignorantes -The more i learn, the less I know-; nos enseñarán la riqueza de lo diferente y darán, por fin, sentido a las decisiones, impulsivas o meditadas, que nos han llevado a estar ahí, en ese lugar y en ese momento. 

No, no hablo de espíritu aventurero, como diría aquella. Es, simplemente, una necesidad emocional, e intelectual, a menudo provocada por la frustración de no ver el fruto de nuestras aspiraciones, de buscar fuera una vía para cumplir nuestros sueños, sin renunciar a lo que somos y acumulando sensaciones, con la esperanza, de volver, algún día, con esos sueños cumplidos, o -si volvemos- con las herramientas para cumplirlos en casa. Alguien me dijo que nuestra generación tiene "poca tolerancia a la frustración"; creo que, precisamente, si algo hemos demostrado es nuestra capacidad para plantarle cara, invirtiendo nuestro tiempo, energía y dinero en poner a prueba nuestros sueños y proyectos.

Prueba de todo esto es "0034 Código Expat", un proyecto que verá pronto la luz, bajo el paraguas de El País, impulsado por mi amiga y compañera Nina Tramullas. Es un proyecto al que tengo cariño antes de ver sus frutos y en el que sé que me voy a ver reconocida, igual que muchos amigos y compañeros. Os recomiendo que pongáis su página en vuestros favoritos: en ella podremos encontrar recursos para hacer nuestra estancia de expats más llevadera o quizá una herramienta para superar la nostalgia de ex-expats. En ellos también me incluyo, sin saber si, algún día, volveré a estar en el otro lado, intentando, como dice Nina, "mantener un equilibrio entre el amor por descubrir una cultura diferente y la conservación de costumbres propias". 

Aviso para navegantes: esta búsqueda tiene consecuencias. Ahora no soporto la carbonara con nata, repudio a quien dice hablar perfecto italiano sin conjugar un verbo irregular, me emociono cuando escucho a De Gregori y leo los periódicos italianos como si, de algún modo, su política fuera un poco la mía. Es parte del encanto de vivir fuera: desarrollamos un amor antes adormecido por las cosas maravillosas de nuestro país, que al volver tiene que lidiar con la nostalgia de lo bueno que vivimos, con aquello que fuera sí existe y en España es impensable, y nos damos cuenta de que, en realidad, el lugar perfecto no existe. 

Sólo queremos encontrar el nuestro.



                                  El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Foto: 0034





sábado, 24 de enero de 2015

Simplemente, teatro

No recuerdo exactamente en qué momento nos hicimos amigas. Seguramente, eso sea prueba de que la amistad se forja con el tiempo, que está llena de idas y venidas. Al final lo que cuenta es lo que queda y lo que crece. Para siempre quedarán risas, exámenes, fiestas y unas clases de teatro que parecían un capítulo más de ese tiempo compartido entre adolescentes. Nadie sabía que el teatro era, simplemente, lo que le haría feliz.
Andrea estudió derecho. En Madrid, en París. Recuerdo que fui a verla y cuando le pregunté por sus clases en la Sorbonne solo me hablaba de talleres, de teatro, de circo, de crear y de otra vez de teatro. Recuerdo un paseo por el Jardin du Louxembourg, en el que me perdí yo sola porque -había solo una condición- tenía que dejar la casa esa mañana para un taller de teatro conmiladjetivos que no entendí muy bien. En ese momento, tampoco le di demasiada importancia. 

El tiempo pasó, y aquello iba cobrando fuerza. Seguía encabezando el grupo de teatro del cole, iba a clases. Terminó la carrera y ahí la cosa se puso más seria y se fue a Londres a estudiar. 

Encontré en su espectáculo de fin de carrera una excusa para viajar a Londres. Llevé a un par de amigos. Sabía que no iba a decepcionar. Que aquel sueño había cobrado fuerza y que ya no era un capítulo más. Dos años después, por las mismas fechas, volví a viajar a Londres para verla en la Ópera, con otra buena amiga. Ahí ya no había dudas. Aquello fue para ella un trabajo más, pero, mientras, se iba forjando su verdadero sueño. Había creado su compañía, habían ganado el Festival Talent en Madrid, habían estado en las tablas de Edimburgo… Todo tenía, de repente, sentido.


Haber seguido sus pasos y verla ayer en el Círculo de Bellas Artes, no solo me ha devuelto la motivación para escribir. También me ha dado una lección sobre lo potente que es la capacidad de quien sueña y cree en lo que quiere, de la fuerza que puede llegar a tener desear algo con todas tus fuerzas para lograr hacerlo real. 

El teatro, como muchas otras profesiones, es una carrera de fondo. Pero en estos tiempos es una carrera de fondo en la que los obstáculos empiezan antes de que la fuerza de un sueño pueda llegar a atravesar la mente de cualquiera. Desgraciadamente, parece que crear no está bien visto, ni, mucho menos, bien pagado. Quizá por eso muchos jóvenes renuncien, sin siquiera saberlo, a su sueño antes de dibujarlo. 

Interrupted y la trayectoria de Teatro en Vilo son una prueba de que soñar es posible, y de lo muy necesario que es en estos tiempos, en los que parece que nos han robado hasta el tiempo de soñar. Apaguemos los móviles, cerremos los ojos, y pensemos en cuál es nuestro sueño. Quizá podamos hacerlo realidad. Quizá podamos seguir soñando. O quizá podamos convertirlo, simplemente, en una vía para soportar los obstáculos de esta sociedad casi etérea, que nos está haciendo invisibles, a nosotros y a nuestros sueños. 

Y si no conseguimos soñar, al menos, vayamos al teatro.