miércoles, 9 de junio de 2010

Olor a mar, sabor a Italia

Respiro el mar. Florecen recuerdos dulces. Veranos interminables. Un lugar que despierta mis ansias de primavera costera, mis ansias de mar. Es Italia. Pero todo me recuerda que he volado a otro lugar. Carrer Major o Via Carlo Alberto. Banderas conocidas y una lengua medieval. Alghero. Paseo en calma, entre palmeras y corales. Saboreo el ritmo pausado de una ciudad que no entiende de caos ni de tráfico. Un oasis, una diferencia, una curiosidad. Hablo, escucho, me cuentan. Mencionan esa ciudad que tanto amo. Barcelona. Una tierra lejana. Otra realidad.
Pero está cerca, por lo poco o mucho tiene en común con ellos. Lo primero, una lengua. Hablada, deformada con el paso de los siglos, convertida en una salsa de latinismos, sardismos e italianismos. Pero la misma lengua, al fin y al cabo. Y, lo más curioso, es que esa lengua, “la llengua catalana de l’Alguer”, no tiene aquí nada que ver con la política. Mucho con la identidad. Una identidad compartida, una riqueza cultural que unos pocos quieren conservar para evitar que la entierre el paso del tiempo, la ley de vida, el incierto trasvase generacional, la muerte de los padres, de los abuelos. “Porque forma parte de mi vida”, dicen. Porque es nuestra pequeña riqueza.

Puede que, hoy en día, ese tesoro se haya convertido en un atractivo turístico para aquellos que quieran viajar a Italia, comer pasta, ir a la playa y sentirse “como en casa”. O en un instrumento para los isleños que busquen una oportunidad en la metrópoli. Es curioso: hasta hace unos años viajar a Barcelona era una odisea. Pero vino un irlandés y propició que la ruta fuera mucho más sencilla que, por ejemplo, viajar a Cagliari, accesible sólo a través de estrechas carreteras e interminables curvas. Sí, tuvo que venir Ryanair. Antes de tirar por la borda todos los derechos del viajero, ese señor tuvo la genial idea de unir estas dos ciudades mediterráneas y crear un puente de conexiones que difícilmente podrá ser destruido a partir de ahora. Sólo queda potenciarlo.

Volví enamorada de Alghero y de Cerdeña. De sus paisajes, de su espectacular belleza natural. De la humildad de los sardos, a quienes a veces Roma ha dado la espalda, resignados a ser los hermanos pequeños de la monumental Sicilia. Pero sonríen. Encuentran la felicidad en las cosas más pequeñas, que suelen ser las más grandes.



















Aproveché para conocer Palau y la Costa Esmeralda, destino exclusivo de ‘celebrities’. Bonito, sí. Pero un parque temático del lujo, artificial, “plantado” por la opulencia de unos pocos. Un paraíso de ficción. Acondicionado para el elogio de la apariencia.

Me quedo con la emoción de un ‘road trip’ de indescriptible belleza, que me ha hecho nadar entre colores infinitos. Con sabor a Italia. Con olor a verde y a mar. Porque, al margen de unicidades y palabras compartidas, Alghero y Cerdeña tienen algo muy valioso: el mar. Eso que tanto echo de menos y que, para mí, será siempre un sinónimo de felicidad.

1 comentario:

  1. Y estás guapísima. En lo que se te ve, y en la mirada que nos acercas.
    :)

    (en Rabat también hay mar... ejem...)

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