lunes, 17 de mayo de 2010

Días de sol y lluvia

El mes de mayo es el mes de Roma. Y descubrirla, pasearla, es uno de los mayores placeres del mundo. La ciudad se llena de vida. La gente abre las ventanas y sale al balcón. Las plazas se llenan de flores. De luz. Los mercados tienen más colores, más olores. Perderse por las calles estrechas, que suben, bajan y se entrecruzan sin ninguna lógica, es una de las cosas que hay que hacer en el mes de mayo de esta ciudad desordenada. Tan caótica que es capaz de alterar los nervios de cualquiera. Tan bella que extasía.


Y en el mes de mayo el corazón de Roma se abre como el del más susceptible enamorado. Se deja ver, se deja oler, se deja tocar. Y su corazón es blando, impredecible. Se despierta, late, brilla, ríe. Llora. Son días de sol y lluvia. Sus rincones se vacían y se llenan, sin razón y por impulso.

De día, el gentío convierte Via del Corso, la calle más grande de la ciudad, en un lugar intransitable. Pero, igual que a veces hay que respirar hondo para entender lo indescifrable, adentrarse en el corazón de Roma requiere tiempo y ganas. Abocarse a las puertas secretas de esa calle, sin rumbo, es aterrizar en un sinfín de lugares, en innumerables oasis de belleza que penetran en la retina de uno como una flecha lanzada por cupido. Y me atrevo a decir que para siempre.



Si uno supera el trasiego inicial –esquivar coches, autobuses, cruzar entre el caos y perderse entre la masa de turistas- todo lo que viene después es impagable. Trazar un itinerario no tendría sentido. El recorrido es libre. La intuición es la premisa.

Cada vez que aterrizo en Vía del Corso desde Piazza Venezia, me cuesta pensar adónde ir. Me detengo como un forastero sin mapa, desorientada por mi propia incapacidad de trazar un camino lógico.

A veces tomo Via dell’Umiltà, donde se encuentra la sede de la “stampa estera”, centro de periodistas extranjeros y ruedas de prensa. Callejeo. Me sorprendo cada vez que llego a la Fontana di Trevi. Me hipnotiza el estruendo del agua. Me irrita la mercadotecnia turística, la insistencia en el consumo de objetos inútiles de ruido estridente. Pero nada ni nadie pueden romper la magia de ese lugar, al que estos días he acudido reiteradamente con la agradable excusa de alguna visita.

El mes de mayo también es el mes de las visitas, porque -claro está- la belleza de la primavera romana no es ninguna novedad. Y me sorprendo al hacer de guía en esta ciudad que, a veces, se resiste a hacerse mía. Que me sonríe y me trastorna. Pero empiezo a quererla.

El paseo puede seguir. Piazza di Spagna queda a pocos pasos y, no mucho más lejos, Piazza del Popolo y su panorama desde el Monte Pincio, que conviene disfrutar al atardecer. Pero Roma obliga a dosificar, a elegir. Cultiva la paciencia. El plan “b” es girar a la izquierda, atravesar Piazza de Sant’Ingazio o la imponente Piazza Colonna. Descubrir iglesias, pequeños comercios, cafés, “pizzerie”... A ese lado quedan el Templo de Adriano, el Panteón y Piazza Navona.

Cada día es una sorpresa. Cada experiencia en la laberíntica Roma es un desafío a los sentidos y a la vista. Y, en días de sol y lluvia, aprendo a formar parte de esta temperamental ciudad. A vivir sin la urgencia de ver y con el sueño de que, algún día, Roma también sea para mí una ciudad “eterna”.

viernes, 14 de mayo de 2010

El mosaico de Ozpetek contra el prejuicio

Dicen por ahí que el cine italiano ya no es lo que era. Puede que sea cierto. Ya no están Vittorio Gassman o Marcello Mastroiani. Ni Fellini o Passolini. Pero hay sorpresas agradables. Llegué a Ferzan Ozpetek gracias a una amiga que me proporcionó la banda sonora de su última película, “Mine Vaganti”, una de las que llegaron a la última gala de premios de la Academia del Cine Italiano. Y mereció la pena retener el nombre de este cineasta de origen turco, que firma títulos cargados de energía.

Salí del cine con una sensación indescriptible de consuelo. De entrada, podría decirse que “Mine vaganti” trata de la homosexualidad. Detrás de ese telón y de un tono de comedia se esconden decenas de reflexiones sobre la Italia actual, sobre los prejuicios, la apariencia, las relaciones humanas, el sentido del error. El miedo a dejar de ser o a ser lo que uno realmente es. La perdurabilidad de las emociones. La insolencia de “lo normal”. La aceptación.

Ozpetek presenta, en la ciudad de Lecce, a una familia burguesa propietaria de una fábrica de pasta legendaria. Un cuadro que puede darse en muchos pueblos del sur de Italia, al que sólo se puede reprochar cierta insistencia en el tópico, porque, por encima de eso, es un mosaico que arroja luz a cualquier zona geográfica.

En ese plano irrumpen cuestiones universales, preguntas con o sin respuesta y personajes perfectamente perfilados: un matrimonio "convencional", protagonizado por un padre incapaz de enfrentarse a su propia intolerancia; una abuela entregada a la libertad que no supo disfrutar de joven; una cuñada que se regala toneladas de nostalgia para aliviar su soledad y dos hijos que se debaten entre confesar su homosexualidad o sufrir en silencio. El final, si es que lo hay, queda abierto a interpretaciones y a ese interrogante que, para cada uno, es la vida en sí misma.

Todo un logro, en una Italia que se resiste a mirar hacia delante, que desmonta prejuicios y empuja a dejarse llevar como una mina.

“Mine vaganti” –Minas vagantes- se adentra en lo impredecible de la vida, en el descubrimiento de uno mismo, en la dificultad de la renuncia. Y sus diálogos golpean fuerte para recordarnos la esencia de lo que somos.
“Non bisogna aver paura di lasciare, perchè ciò che conta non ci lascia mai”
Tommaso - Riccardo Scamarcio