viernes, 8 de mayo de 2015

Puro arte

                                                    Sábado 25 de abril de 2015, Feria de Sevilla. © MFE

Jinetes erguidos, mujeres vestidas, la herradura del caballo golpea fuerte en un camino de tierra. He aterrizado ahí casi por arte de magia, sin pensarlo, sin saberlo. Todo empezó una tarde de enero, con las ganas de visitar a nuestra buena amiga y su marido, trasladados temporalmente a Sevilla. Y, no sé cómo, me vestí de rojo y blanco. Me dejé vestir, una tarde de marzo, y amanecí prácticamente vestida esa mañana de sábado de abril en la capital andaluza. 

Salir a la calle. Me golpean toneladas de luz y soy un anacronismo más en esta ciudad llena de luz y color, en la que siento que viajo en el tiempo. Una ciudad que me impactó cuando la vi por primera vez hace un año y en la que, por alguna extraña razón, había puesto pocas expectativas. Me sentí muy afortunada de tener a un cicerone conmigo aquella vez, que me llevó de noche por la Giralda, la Plaza del Salvador y una taberna añeja en el barrio de Santa Cruz donde probé un traicionero y alegre vino de naranja. 

Rumbo a la feria. Autobús, más color, más sabor y todo cobra sentido al llegar a esa imponente “portada” que custodia las más de mil casetas de la enorme Feria de Sevilla, un recinto mastodóntico en el que me hubiera perdido de no ser por la magnífica disposición de mis generosos amigos, guías ejemplares, anfitriones de lujo, que desde el primer rebujito que me regalaron en mano me invitaron a formar parte de la película como un personaje más. Así me sentí al atravesar la portada. Por fin ese vestido rojo y blanco cobraba sentido, por fin me hallé en él, con los consejos maestros de Lucía, que si la flor por aquí, que si el pelo por allá y olvídate de tacones, "porque un día en la feria es más largo que una jornada laboral". Me hallé en ese decorado de cartón piedra, plagado de coches de caballos de día, de luces de noche, y sevillanas las veinticuatro horas, con intentos frustrados de bailarlas por mi parte. Eso ya es otro cantar. Al fin y al cabo, para hacer de figurante no hace falta. El papel principal está reservado a los sevillanos, de cuerpo y alma, que viven la feria desde lo más profundo, con una jovialidad contagiosa y un control de la apariencia que asusta. Y el día acaba casi catorce horas más tarde en lo alto de una noria, en lo alto de la feria, con una pareja que nos invita a una última copa de vino en las alturas. Mágica feria, mágica Sevilla.


No hay comentarios:

Publicar un comentario