jueves, 10 de septiembre de 2015

Sal de mar

                                            Platja de les barques, 09-09-2015. Mònica Faro ©

Por alguna razón, he cogido vacaciones tardías. Por suerte, mi inicio de curso se ha parecido a esos agostos que tanto he echado de menos. Han vuelto en forma de septiembre. Los días son más cortos, pero muchas cosas saben igual. El mar, la brisa, la arena, los amigos del verano, los de siempre, el puerto, los barcos, el chiringuito, las cervezas sin hora, comer cuando ya no existe el reloj, cenar cuando el sol está lejos y que nada importe, porque mañana nos esperará de nuevo el mar. 

Ha llovido. La lluvia en el Maresme me provoca cierta sensación de melancolía irreprimible. Para alguien que vive lejos del mar y que ha nacido cerca de él es casi doloroso no poder disfrutar de los rayos de sol infinitos del verano. Tumbada en la arena, con el periódico pegado a la piel por la crema -de esas sensaciones que sólo son placenteras cuando las echas de menos-, con los niños haciendo castillos, con esas pelotas hinchables que de pronto invaden la toalla, por algún pase mal orientado. Aun así disfruto al saber que estoy ahí, por fin, en el mar, mi mar. Y al ver que algunas cosas siguen siendo igual. Que el tiempo pasa, pero las olas siguen su curso, una tras otra, sin descanso, más o menos revueltas, siempre ahí, constantes. Voy y vengo y veo con calma a esos amigos que se hacen fuertes en la distancia, y disfruto de ellos con el placer de no tener solo media hora para tomar un café. Recupero viejas amistades, que en realidad nunca se fueron, pero que el tiempo y la distancia paralizó durante un tiempo, porque nuestros caminos se separaron. O quizá no llegaron a separarse nunca, fueron juntos, de forma paralela. Nos damos cuenta de que hemos vivido juntas en el tiempo y la distancia, asoman esos recuerdos imborrables, de tantos años, tantos agostos entre olas y música, la melodía de veranos interminables. Recuerdos que ahora están para siempre inmortalizados en un álbum, un álbum de infancia que ahora queremos completar con la conciencia de que el tiempo no vuelve y que la AMISTAD, esa que se escribe con mayúsculas, es algo demasiado valioso como para dejarlo marchitar.

Ha llovido pero ha salido el sol. Huele a otoño, pero la playa está casi mejor que en agosto. Entre semana la gente ya trabaja y, aunque muchos aún no cierran sus casas de veraneo hasta final de mes, se respira una tranquilidad que sería impensable en pleno verano. Además, sigue habiendo ambiente. Las fiestas en los pueblos se alargan hasta mediados de septiembre y culminan con la Mercè el día 24. Cierro los ojos, los vuelvo a abrir y por fin veo esa playa en la que tantas horas he disfrutado, simplemente viendo el tiempo pasar. Y lo hago sin añoranza ni nostalgia, esta vez, solo con el deseo de alargar ese instante. En ese lugar, en esa línea perfecta del horizonte, se recicla toda la energía entumecida por la rutina, vuelven las ganas, vuelven los sueños y las ilusiones. Incluso cuando ponen el paravientos en el chiringuito y me tengo que abrigar. El mar y la brisa, con olor a sal. Cuánto lo echaba de menos. 

Que empiece pronto una nueva ronda: playa, piscina, subir, bajar, cervezas en la arena, paellas al borde del mar, veleros y música sin hora de cierre porque aquí la fiesta no acaba. Ese mar con sus olas inmortales que nos recuerda la belleza del tiempo, el tiempo que pasa despacio, lejos de las prisas, del reloj (y del móvil); lejos del asfalto, del atasco y del maldito estrés; lejos de esas preocupaciones cotidianas que nos empañan la vida y nos hacen olvidar que es maravillosa.

Que la fiesta no acabe. Que no acabe nunca. Que nos acompañe siempre. A ser posible cerca del mar. 
                                                               Sant Andreu de Llavaneres. Mònica Faro ©

viernes, 21 de agosto de 2015

Maletas, mochilas

Arriba, abajo, siempre viajando. Entre el arraigo profundo de una ciudad que has aprendido a querer y el deseo constante de aterrizar en un nuevo lugar. ¿Hasta dónde llega esa inquietud abrasadora? Piensas y de repente te preguntas si echarás raíces aquí, si esta ciudad dará tanto de sí, una ciudad agotadora e insaciable como tú, que sin embargo a veces pesa. Te agota incluso la inspiración, esa que siempre andas buscando, pero que se ha quedado aletargada, como si se hubiera refugiado entre el polvo de recuerdos infinitos. Te pesa cuando pasan los días y te das cuenta de que abarcarla es imposible, porque quizá necesitas un nuevo aire para desempolvar el color de lo que tienes delante. Quizá nunca tuviste tanto, pero sigues queriendo lo que te falta. 

Te pesa. Te agarra y te pide aire. La curiosidad infinita que te acecha te apremia a levantarte y a abrir un nuevo camino. Porque has pasado más horas en un aeropuerto que en el metro, porque hacer maletas te emociona. Deshacerlas a veces te estremece: has tenido la suerte de encontrarte bien siempre allá donde fuiste y no te gustan las despedidas. Siempre te debates entre las ganas de volar y el buen sabor que te dejó ese lugar, lo que viviste, la gente que conociste. 

Es una inquietud sana, sin miedo. Simplemente un escalofrío que te recorre el cuerpo inquieto, ávido de viajar. Y entonces sabes que debes seguir, hacer la maleta de nuevo. Seguir llenando la mochila. Porque tu corazón está lleno, pero lo estará más si vuelas de nuevo. 

martes, 7 de julio de 2015

Poesía para un sombrero

Bob Dylan es, por encima de todo, un poeta. Un poeta introspectivo y altivo que toca para sí mismo. Bob Dylan toca para su sombrero. Fue la sensación que tuve anoche en el Palacio de los Deportes de Madrid en su único concierto en la capital de la última década. Un concierto al que no fui con la idea de vitorear sus éxitos, porque sabía que era poco probable que nos los regalara. Sabía que el repertorio de Dylan en vivo suele ser muy sui generis, salvo que se levante ese día con ganas de satisfacer al público, algo que este artista-personaje, que vive y escapa de la alargada sombra que dejó entre los sesenta y los ochenta, no tiene ningún interés en hacer.

Quizá esa sea la parte más criticable de su concierto, en el que no hizo ninguna alusión ni al público ni a su tiempo, una conexión que, en su época grande, fue lo que le catapultó al éxito. La canción protesta, el sonido contracultural de Dylan, lo pedía el público más que sus versiones descafeinadas. Pero él, con su sombrero, tocó lo que quiso y como quiso. Lo más fuerte de la noche fue un Blowin' in the Wind al piano que costaba reconocer. Aunque yo me quedo con su particular Full Moon and Empty Arms de Sinatra. Nada de himnos de protesta ni de cambio, y eso que los tiempos están revueltos. Ni un solo guiño, ni una sola crítica social. La pausa de veinte minutos se le permite, pero eso... No.

No deja que le graben, le molesta la luz de las pantallas y no se dirige al público. Huía de los hippies, ignora a los fans de hoy. Aun así, queda su música. Quedan sus letras, sus versos. Sus poemas, su literatura. Su armónica. Sus baladas, para escuchar con los ojos cerrados, o para descifrar con un cancionero o con la ayuda de Google. Eso es, sin duda, lo que le hace único. Lo que nos recuerda porqué Dylan es -aún- tan grande. 

                                                                     Bob Dylan, Barclaycard Center, Madrid, 06/07/2015 MFE ©

martes, 23 de junio de 2015

Una caja de música



Llego a Barcelona a las 11:20. El primer día de verano me regala un lunes de trabajo en mi ciudad. Madrid-Barcelona, one more time. Una suerte empezar la semana junto al mar, para entrevistar a dos grandes de la cocina, Ferran Adrià y Christian Escribà, pastelero y maestro de Albert Adrià, el mago de los dulces de El Bulli. 

Descargamos los bártulos en el obrador de Escribà, un paraíso dulce, un nido de sueños dalinianos de azúcar, donde el merengue cuelga del techo y todo es posible: anillos de caramelo, zapatos de chocolate, figuras gigantes de merengue, amapolas de azúcar... No hay límites a la creatividad. 

La cita es más tarde y aprovechamos para ir a La Rambla a ver la otra casa de este pastelero, un pequeño local esquina con la calle del Carme, con una espectacular fachada modernista, vidrieras de mosaicos policromados hechos con la técnica del "trencadís", tan característica de la Barcelona de Gaudí.

Pero el paseo se convierte en un viaje en el tiempo cuando llegamos sin planearlo a la Casa Beethoven, una tienda especializada en partituras de música, poblada de cientos de miles de páginas de notas musicales, a la que iba con mi padre de pequeña. Siempre curioseábamos entre libros y notas. Si querías una canción, te la buscaban. Si no la encontrabas, prácticamente te la fabricaban. Casi toda mi biblioteca musical está formada por las pequeñas adquisiciones que hacía con mi padre cuando paseábamos por La Rambla. Siempre nos parábamos y, casi siempre, entre mi timidez y mi pudor de niña, me sentaba en aquel viejo piano, para hacer sonar sus teclas. "Nos hemos visto más veces", me dijo ayer el dueño. Muchas veces paré en este rincón, de mis favoritos de la ciudad, y veía el tiempo pasar ensayando alguna de esas partituras, tanteando su dificultad para ver si me atrevía con ellas o no. Un lugar cargado de magia, de los pocos que la conservan en esa abarrotada Rambla, contaminada de puestos de souvenirs y quioscos para turistas. Me emociona ver que esta casa, una auténtica caja de música, aún sigue en pie, con la autenticidad y la pasión de sus dueños, con el olor de siempre, con el eco de las notas de su viejo piano. "Aquí todavía no vendemos camisetas de Messi", me dijo Jaume, el hijo. "Vuelve pronto, vuelve pronto a tocar nuestro piano". 

Hay lugares que me hacen vibrar, y este es uno de ellos. Pocos minutos después se cayó un enorme platanero en plena Rambla. Por suerte no ocurrió nada, surrealismo barcelonés, dada la cantidad de gente que paseaba aquella hora en la que es, probablemente, la calle más transitada de Barcelona. El ruido de su desgarro lanzó la alarma y los paseantes reaccionaron a tiempo. Aunque quizá no me enteré porque se paró el tiempo en la Casa Beethoven, cuando volví a sentarme en ese viejo Stutgart a tocar. Un momento mágico, el de este primer día de verano, que despertó recuerdos que me acompañarán siempre. Una caja de música maravillosa, genuina, que sueño abrir pronto, como hacía, en un paseo por La Rambla. Per molts anys, Casa Beethoven.



viernes, 8 de mayo de 2015

Puro arte

                                                    Sábado 25 de abril de 2015, Feria de Sevilla. © MFE

Jinetes erguidos, mujeres vestidas, la herradura del caballo golpea fuerte en un camino de tierra. He aterrizado ahí casi por arte de magia, sin pensarlo, sin saberlo. Todo empezó una tarde de enero, con las ganas de visitar a nuestra buena amiga y su marido, trasladados temporalmente a Sevilla. Y, no sé cómo, me vestí de rojo y blanco. Me dejé vestir, una tarde de marzo, y amanecí prácticamente vestida esa mañana de sábado de abril en la capital andaluza. 

Salir a la calle. Me golpean toneladas de luz y soy un anacronismo más en esta ciudad llena de luz y color, en la que siento que viajo en el tiempo. Una ciudad que me impactó cuando la vi por primera vez hace un año y en la que, por alguna extraña razón, había puesto pocas expectativas. Me sentí muy afortunada de tener a un cicerone conmigo aquella vez, que me llevó de noche por la Giralda, la Plaza del Salvador y una taberna añeja en el barrio de Santa Cruz donde probé un traicionero y alegre vino de naranja. 

Rumbo a la feria. Autobús, más color, más sabor y todo cobra sentido al llegar a esa imponente “portada” que custodia las más de mil casetas de la enorme Feria de Sevilla, un recinto mastodóntico en el que me hubiera perdido de no ser por la magnífica disposición de mis generosos amigos, guías ejemplares, anfitriones de lujo, que desde el primer rebujito que me regalaron en mano me invitaron a formar parte de la película como un personaje más. Así me sentí al atravesar la portada. Por fin ese vestido rojo y blanco cobraba sentido, por fin me hallé en él, con los consejos maestros de Lucía, que si la flor por aquí, que si el pelo por allá y olvídate de tacones, "porque un día en la feria es más largo que una jornada laboral". Me hallé en ese decorado de cartón piedra, plagado de coches de caballos de día, de luces de noche, y sevillanas las veinticuatro horas, con intentos frustrados de bailarlas por mi parte. Eso ya es otro cantar. Al fin y al cabo, para hacer de figurante no hace falta. El papel principal está reservado a los sevillanos, de cuerpo y alma, que viven la feria desde lo más profundo, con una jovialidad contagiosa y un control de la apariencia que asusta. Y el día acaba casi catorce horas más tarde en lo alto de una noria, en lo alto de la feria, con una pareja que nos invita a una última copa de vino en las alturas. Mágica feria, mágica Sevilla.


miércoles, 22 de abril de 2015

Entre libros y rosas

Un año más, me toca pasar Sant Jordi lejos de Barcelona. Lejos de La Rambla, de los paseos entre tinta y aroma de rosal, llenos de sonrisas cómplices. Sant Jordi no solo es día para los enamorados. Los amigos, los padrinos, los hijos, los padres, todos salen a la calle para declarar su amor por las letras, por su ciudad y por la persona -o las personas- que tienen al lado. Rosas rojas, rosas, blancas, amarillas, azules y hasta de caramelo... Un mosaico de colores, un festival de emociones. Alegría y paseos compartidos, sin prisa. Las preocupaciones se diluyen, nos rendimos a la calle y buscamos sumergirnos en alguno de esos libros que esperan, impacientes, estar en manos de algún ávido lector.



Una de las cosas más emocionantes que he vivido es recibir una de esas rosas, aun estando lejos -y cerca, a la vez- de Barcelona, de parte de alguien que comparte mi sensibilidad por esa fecha. Además de mi padre, quien me inculcó desde pequeña el amor por esta fiesta, y mi madre, que también se emociona con ella, solo una persona supo sorprenderme en Sant Jordi con una rosa y un libro, que cada año, cuando llega esta fecha, desempolvo de la estantería con muchísimo cariño. No soy amante de las efemérides, de los regalos de calendario, ni de los San Valentines, pero Sant Jordi sí, por alguna razón, es especial para mí.

                                                                    Sant Jordi - 2000 - C. Faro. ©

Dice la leyenda que cuando la hija del rey estaba a punto ser engullida por el dragón, un apuesto caballero cambió su suerte, desenfundó su lanza y mató al animal. De su sangre brotaron rosas rojas. Es la leyenda de Sant Jordi, patrón de Cataluña y protagonista de la fiesta del 23 de abril, aniversario de la muerte de Shakespeare y Cervantes. En 1996, la Unesco declaró este día el Día Mundial del Libro y de los Derechos de Autor. Muchas otras ciudades se han sumado a la fiesta, incluso en Japón o en Venezuela. En Madrid, cada vez más librerías ofrecen descuentos en improvisados puestos callejeros, y, desde hace diez años, celebran "La Noche de los Libros", una versión vespertina de la fiesta, diferente, con menos rosas, pero también con mucho encanto, aunque toque pasarla persiguiendo a algún político, como tuve que hacer hace unos años. Por suerte también pude estar cerca de escritores como Juan Marsé, entre cuentos de Poe y poemas de Mallarmé. Nunca olvidaré ese día, ni ese año rodeada de letras. 

Llega Sant Jordi y me entra nostalgia de Barcelona. Escucho la tele y no puedo evitar pensar que hoy es un día duro para mi ciudad, y de algún modo también para las letras, por el terrible suceso que se ha cobrado la vida de un maestro. Cuánta locura.

                                                                   La viñeta de Andrés Faro de hoy en el Diari de Tarragona.


Llega Sant Jordi y me entra nostalgia de Barcelona. Me entran ganas de mar, de pasear entre libros y rosas. En Barcelona, Sant Jordi es el día laborable más festivo del año. Solteros o enamorados, de todas las edades, se escapan corriendo del trabajo para pasear por las librerías ambulantes, conocer a sus autores favoritos, bajar La Rambla hasta Colón, ver el mar y dejarse impregnar por el sabor de ese día en que la Ciudad Condal cobra su máximo esplendor. También el metro, ese lugar que tan a menudo refleja el estado de ánimo de una ciudad, abandona las caras de rutina, convertidas por un día en una celebración espontánea, casi inconsciente, que cada año se renueva, con todos los colores vivos de una primavera que llega para quedarse. Caras tímidas de chicos jóvenes, sonrisas pletóricas de madres o esposas, jubilados, niños... Todos, o muchos, con su libro y su rosa. Todos con el deseo de que la ilusión de ese día no se marchite, de poner su rosa en remojo y sumergirse en esa nueva historia con la que soñar.


Sant Jordi any 2000 - C. Faro. ©


martes, 14 de abril de 2015

Viajes y vueltas


Volver a un lugar en el que pasaste años de tu vida produce tal impacto en tu memoria que al principio, de entrada, sientes que no lo reconoces. Todo sigue igual, pero todo ha cambiado. Han pasado diez años y eres otra persona. En realidad no. Eres la misma, pero con mil vivencias más, con mil vueltas, cientos de viajes y lugares recorridos. Paseas por esos jardines, el pasillo, la clase. La sala de profesores, ese lugar vedado que ahora sí puedes pisar, porque estás en ese otro lugar. La vida, de repente, por un momento, te ha puesto ahí. Y tú has querido estar ahí. 


A veces, sin pensarlo, tomas decisiones que cambian para siempre tu camino. No sé cuánto me cambiará haber pisado el Liceo de nuevo, pero es cierto que me ha llenado de luz. He tenido que ponerme frente a casi treinta adolescentes inquietos para recordar qué es lo que me hace feliz. Hemos hablado de información, de periodismo, de la vida y de lo que ellos han querido, porque tienen una curiosidad infinita que emociona. Hemos viajado juntos al pasado. Y yo he hecho un viaje en el tiempo, para pensar en el futuro y vivir el presente, con el impulso de sus miradas de ilusión.

A veces, la rutina nos hace olvidar lo importante que es invertir nuestro tiempo en ser felices. Ser felices, en lo poco o mucho que dependa de nosotros, con lo que hacemos, trabajar no solo por la necesidad de hacerlo. Sentirnos realizados, tener un proyecto propio, ilusión, ganas de crear, de avanzar, de cambiar cosas. Algo pasa, y nos paramos a pensar que quizá debamos reconducir nuestro camino para seguir persiguiendo el sueño, los sueños que nos hacen felices. 


A veces, nos olvidamos de vivir. Crear, amar… Soñar. La vida no es nada sin esos sueños que tenemos despiertos. Y me doy cuenta de que solo hace falta pararse, de vez en cuando, entre tantos viajes y vueltas. Subir de nuevo al coche y meter la siguiente marcha a conciencia, seguir el camino, emocionarnos. Abrir la ventana, que se erice nuestra piel con el viento y sonreír, con esa mirada puesta en las pequeñas cosas que nos enseñan a vivir, entre viajes y vueltas.


"¡Perder el sueño, que desteje la intrincada trama del dolor; el sueño, descanso de toda fatiga; alimento el más dulce que se sirve a la mesa de la vida." (Shakespeare, Macbeth)