viernes, 26 de febrero de 2010

Pescar también es posible en la fuente de los deseos

Si algo tiene la Fontana di Trevi, entre otras muchas cosas, es que uno se encuentra con ella sin querer. Por cualquier camino. Desde cualquiera de las calles que desembocan en esa plazoleta, siempre repleta, empequeñecida o engrandecida -según se mire- por las desmesuradas proporciones del monumento. Por la ferocidad de Neptuno y sus tormentosas aguas. Pero, si algo tiene la Fontana di Trevi, es que es un escenario en sí mismo, testigo de miles de historias embellecidas por un inigualable decorado.

Aunque la lluvia no le resta ni un ápice de encanto, aproveché unos engañosos rayos de sol para detenerme frente a ella. Para sentarme en esa escalinata que reclama permanentemente la atención de los espectadores, tanto como el semicírculo de un teatro romano. Y, -¡Cuidado!- si uno se mete en el papel, puede que los caballos y tritones cobren vida animada. El espectáculo es gratis.

Más de algún atrevido se ha lanzado a las frías aguas de este espacio escénico para declarar su amor y todo el que pasa por ellas se rinde a la leyenda de “la fuente de los deseos” para tirar una, dos o hasta tres monedas. Para volver a la Ciudad Eterna, enamorarse o casarse en ella. Monedas que, en teoría, se destinan a obras de caridad. Pues bien: contemplé la escena una y otra vez, aturdida por el imprescindible clic de las cámaras de fotos que se alistan sin pausa para captar la instantánea de cada mítico lanzamiento. Pero el espectáculo llegó a su punto más álgido cuando todas las miradas, con envidia o recelo, observaban el movimiento de un artilugio que se bañaba en el pequeño estanque.

Segundos antes, un hombre había desenfundado una caña de pescar. Todos se preguntaban qué hacía, ese señor, sonriente, que parecía tener mucho que ganar y nada que perder. Se hizo el silencio. Su brazo derecho se movía cuidadosamente para dirigir el anzuelo sin desintegrar a la presa. Con calma.

Quizás muchos creyeron ver a un pez. Lo que está claro es que el señor creyó haber pescado a un pez gordo cuando se hizo con ese salmonete en forma de billete de diez euros en el que, con mucha perspicacia, había reparado. Le salió del alma una gran carcajada que paralizó a todas las miradas atónitas.
El telón cayó cuando aparecieron dos Carabinieri dispuestos a entender sin éxito qué había generado aquella extraña expectación, quizás nada sorprendente para los guardianes de esa fuente en la que todo es posible. Y Neptuno siguió coleccionando deseos.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Passeggiata

Amenazaba con llover, pero salí de trabajar y una extraña inercia me enredó por las calles de Roma. Caminé, caminé, caminé... Y me iba alejando, sin saber hacia donde mirar, del bullicio, de los puentes, escondite de decenas de gaviotas que se alzan a volar cuando sienten que un cuerpo humano se acerca. Lástima que no puedan hablar, pensaba, y verbalizar ese ascenso a mil revoluciones y ese descenso vertiginoso al todo. No al vacío. A ese todo que es Roma, pintada de color y piedra, de fachadas descompuestas que sujetan la belleza de matices infinitos y tonos oxidados.


Y pensé cómo sería estar en la piel de una de esas gaviotas, tan pequeñas, que hacen suya la ciudad sobrevolando un horizonte perfecto. Que desoyen el caos circulatorio dibujando una línea recta sobre el rostro de Roma, redondo y amable. Me pregunté si se sentirían pequeñas o libres, o las dos cosas. Subía, subía y... ¡Ecco! El Giannicolo me ayudó a hacer mío también ese horizonte, esos puentes que acababa de fotografiar y que ahora estaban ahí abajo, tan lejos. Cerca y lejos. Volví a darme cuenta de lo relativo de esos términos. Y me quedé un buen rato en el “Piazzale del Faro”, pensando en nada y en todo, desmenuzando cada una de las cúpulas que sobresalían del muro que veía en primer plano, repleto de huellas, garabatos y palabras cariñosas. Había llegado a lo más alto. Así que dibujé mi bajada, sin mapa, sin prisa, sin miedo a las nubes, entre aceras estrechas y conductores suicidas.


























Pensé que tampoco estaría mal ser embajador por un día y despertarse con esa vista cuando pasé por la residencia diplomática española. Y mis pies pudieron decir que habían superado el desafío de los “sampietrini” cuando pisaron el laberíntico Trastevere. Anochecía. Respiré el olor a queso y a embutido recién cortado. A chocolate fundido. A horno de leña y a humedad. Estaba en el otro lado del río. Volví a pensar en todo y en nada. Lo crucé. Y, después de creerme soñadora, embajadora y gaviota, reposé esa larga passeggiata con un buen corte de pizza al taglio.






viernes, 5 de febrero de 2010

El engaño de una obra de arte

Dicen que “Roma, non basta una vita”. Y yo, de verdad, empiezo a creerlo. Caminar diez metros requiere el tiempo que presten las ganas, la prisa y la debilidad o fortaleza para extasiarse con cada fachada, cada rincón, cada reliquia que se encuentra en este museo abierto que es la Ciudad Eterna. Esperaba con impaciencia el autobús, en Via del Corso. Tardaba en venir, como es habitual, así que me detuve en una bocacalle, estrecha y oscura, como tampoco deja de ser habitual cuando el sol se esconde. Me adentré en ella y llegué a una preciosa iglesia barroca. Y me di cuenta de que era la Chiesa de Sant’Ignazio di Loyola, de la que alguien me había hablado y a quien doy las gracias por no haberme contado lo que esconde para poder sorprenderme y contemplarlo atónita con mis propios ojos. No me lo podía creer cuando vi esa perfecta cúpula. Falsa. Dibujada. La miré y la remiré pensando para mis adentros dónde estaría el truco. Perspectiva pura, punto de fuga, perfección... ¡Engaño! Me acerqué a la bóveda. También falsa, hecha de impresionantes frescos. Y dejé que el tiempo pasara.
Si uno logra mirar durante unos instantes y no deja que las cervicales se resientan, las figuras cobran movimiento. Llegué a pensar que en cualquier momento iban a abalanzarse sobre mí. O quizás creí volar e integrarme en ellas. Y entonces me fui, pensando que podía acabar estampada en esa bóveda...
-Tomé un par de fotos que espero puedan reflejar lo que hay ahí dentro-