martes, 6 de agosto de 2013

Welcome to America


Querido blog,

No me he olvidado de ti. Por fin encuentro el tiempo y el lugar para decírtelo. Han hecho falta más de dos años, 9.312 kilómetros, viajes y casi veinte horas de vuelo para encontrar un lugar no solo lo suficientemente inspirador como para lanzarme a escribir sino también tranquilo, sereno, despierto y vivo.

Tengo que reconocer que mi imagen de Estados Unidos era, antes de poner un pie en el país, una absoluta arquitectura imaginaria e inconexa construida a través de películas, canciones, libros y series de televisión. El narcisismo europeo, o nacional, nos impide a menudo trasladarnos a la verdadera esencia de otros lugares, que construimos con el filtro de nuestra propia identidad. Así que, antes de volar a Philadelphia, intenté hacer un ejercicio de limpieza mental y emocional para percibir todo de la manera más pura y limpia posible.

Llegué a Berkeley cinco horas más tarde de lo previsto, a causa de unas inundaciones al parecer inéditas en el aeropuerto de Pensilvania, que me dejaron sin maleta durante cinco días y prácticamente sin ropa cuando logré tener contacto físico con la misma, porque todo llegó a mis manos en mal estado. América me dio la bienvenida peleándome con una compañía aérea y con la sensación de que la democracia más próspera del mundo es una falacia.

                                                      Rainfalls in Philadelphia Airport.
               
Una vez recuperado el aliento y aún con cierto jet lag (según los psicólogos es habitual que se prolongue una media de dos semanas), me lancé a exprimir The Bay Area. Antes, mis anfitriones me regalaron una cena totally american, en compañía de sus hijos y amigos, un grupo de jóvenes americanos de los que aprendí que las mesas yankees están abiertas a todo tipo de conversaciones, tan banales como intensas, en torno a la espiritualidad, la cultura o los instintos más puros, y que compartir un meal es mucho más que sentarse a comer.

Estuvimos varias horas cocinando enchiladas (la cocina mexicana es parte de California, por la influencia de la inmigración y la proximidad geográfica), escudriñando términos culinarios en español e inglés, compartiendo viajes, palabras, vivencias y esas imágenes que todos construimos del otro. Algunas coinciden con la realidad, otras, no tanto.

De pronto me encontré con cinco personas, alrededor de una mesa, cortando pimientos, hirviendo arroz y sumergiendo tortillas en una sabrosa salsa a base de chile que bañaría después el delicioso plato mexicano. Todo a una velocidad de vértigo, nadie paraba en la cocina, aunque el trabajo era perfectamente compatible con el disfrute de una copa de vino o una cerveza. Una cadena perfecta para ¨construir¨ ese bien común que iba a ser compartido después, con total éxito de crítica y en gran compañía. En plena cena iba llegando gente y más gente, cada vez estábamos más apretados en la mesa, pero eso me hizo sentir una agradable sensación de calor hogareño.

Al día siguiente, Rob y su hijo, Sam, tenían que conducir catorce horas hasta Seattle, donde iban a acampar el fin de semana, así que la sobremesa no se prolongó más allá de medianoche. Tres nacionalidades juntas. Europa y América unidas por una mesa, por una buena comida y una buena charla. Esa noche empecé a sentirme como en casa.

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