Life. Trips. Music. Films. Food. Art.
Una mirada al mundo desde mi ventana, inquieta, impaciente, que empezó en mi estancia con la Agencia EFE en Roma. Buscando inspiración en las pequeñas cosas.
Desde que tengo uso de razón, el teatro ha sido para mí uno de los pequeños placeres de la vida. Aún no sé por qué Roma no me había regalado ese placer desde que en el mes de enero fui a ver “Supermagic”, un recital de ilusiones que me hizo rememorar sueños y viajar a los recuerdos más lejanos de mi infancia.
Cuando fui por primera vez a Villa Borghese, donde más de una vez me he perdido para encontrarme, no sabía que entre las ramas había un tesoro escondido que hiciera realidad ese placer. El placer de imaginar otros mundos, sentir emociones, abandonarse a esa catarsis que desvela una de las claves de la esencia humana: sentir como el otro, la compasión por el otro, la angustia o el consuelo de verse reflejado en el otro.
Todo esto lo encontré hace unos días en ese lugar escondido, un palacete de madera pintado de blanco como en un cuento de los hermanos Grimm. Entre los árboles de este parque se dibuja un teatro mágico para amenizar las noches de verano con versos de Shakespeare. Idéntico al que escuchó muchos de sus versos por primera vez y que él mismo recitaba con los miembros de su compañía.
Ellos eran “The Lord Chamberlain’s Men” y el teatro era “The Globe”, actualmente –desde que fue reconstruido- una de las mayores atracciones turísticas de Londres.
En esta villa romana, “The Globe” tiene una copia casi exacta. Y en ella viajé en el tiempo, a ritmo de panderetas y tambores, entre risas de bufones y caballeros malvados. Caí en la tentación de pensar si habrían cambiado tanto las cosas desde aquel entonces. Desde que el Globo fuera un lugar de encuentro para amantes furtivos, donde sólo actuaban hombres y adolescentes disfrazados de mujer.
Hay cosas que han cambiado, cosas que siguen igual. El temor a la peste acabó por un tiempo con las tablas. Los que hoy arrinconan la cultura culpan a la crisis. Los burgueses van en vaqueros. El público hace fotos –digitales-. Los guardianes de sala se comunican por móvil. Los versos de Shakespeare, en cambio, siguen más vivos que nunca. Y en realidad, después de haber escrito una crónica, sólo quería añadir eso. Fui a ver “Mucho ruido y pocas nueces” y Shakespeare me enseñó que el amor y la palabra van de la mano.
Benedicto: No hay nada en el mundo que ame como a ti. ¿No es extraño?
Beatriz: Tan extraño como algo que no conozco. Yo también podría decir que no amo nada en el mundo como a ti, pero no me creas. Y sin embargo, no miento. Nada confieso ni niego nada.
"Mucho ruido y pocas nueces", William Shakespeare (1600)
Entre calor de espanto y escapadas, un viaje en el tiempo. Una ciudad que disputa su belleza con la dejadez. Nápoles. Me encontré en ella con el impacto de una primera imagen: la plaza de la estación. Revuelo de obras, tráfico, caos y mercados ambulantes. Me invadió una sensación de insalubridad sofocante, entre basura, desorden y un triste olor que oscurece las fachadas de palacios y edificios reales que algún día hicieron de “Parténope” una ciudad noble. La primera impresión suele ser crucial, pero esta máscara no es digna de Nápoles.
Descubro encantadoras calles estrechas con ropa tendida y estampas de la Madonna que me recuerdan que estoy en una de las ciudades más devotas del país. También la más peligrosa, de las más peligrosas de Europa, seguramente, con tasas de criminalidad escandalosas. Pobreza, delincuencia y todas las miradas hacia el forastero, que camina de puntillas y mide sus pasos a la defensiva.
De repente, Nápoles reparte imágenes genuinas, de película, un regalo para el ojo extranjero. Una fortaleza sobre el mar- el Castel del’Ovo-; un majestuoso templo de la lírica –el Teatro San Carlo-; parques entre mar y montaña –el Vesubio-; claroscuros –“El martirio de Santa Ursula” de Caravaggio-; reuniones familiares en la Piazza Dante y cafés de media tarde bajo las cristaleras de la Galleria Umberto I.
Quizás fue casualidad que en un solo día me topara con tres bodas, a cada cual más peculiar. La primera, en el castillo Sant’Elmo, me causó particular impacto: una novia que respondía al nombre de Monica, vestida de rojo carmín, rubia, con una terriblemente brillante peineta de purpurina y un colorido ramo de flores falsas. Un novio, demasiado delgado para ser napolitano, eclipsado por un padrino vestido de Elvis Presley con un traje cuatro tallas más pequeñas que la suya. El resto de invitados, no más de diez, saltaban de júbilo sin vergüenza y sin disfraz. Hablaban en incomprensible napolitano, pero entendí que su día feliz no necesitaba artificios ni trajes de gala.
Luego llegó el mar. Niños que jamás tendrán miedo a tirarse de cabeza entre las rocas. Padres que fuman, madres que gritan. Adolescentes que reman para algún día irse en busca de un futuro mejor, con la nostalgia de esos veranos interminables en esa ciudad que siempre será suya. Donde los niños crecen mirando al horizonte y los adultos ven el tiempo pasar.
Hornos de leña, pizza de infarto y Capri, una isla preciosa dañada por los abusos del lujo. Un barco que no zarpa a tiempo, un tren sin aire acondicionado, colas sin orden ni concierto, gritos y miradas de asombro ante un carácter que exaspera y hace sonreír.
Hoy, mientras España estaba pendiente del veredicto de un pulpo, Italia amanecía sin noticias. Nada de periódicos, nada de televisión ni teletipos. Redifusión y telediarios viejos. Sólo la televisión pública, Rai, emitió un breve informativo para cumplir con los servicios mínimos. Con noticias de ayer. Ni siquiera los diarios deportivos han actualizado sus webs y -¡Dios mío!- se han perdido el pronóstico de Paul.
Un día en blanco. Porque los periodistas, deudores de la voz del pueblo, no quieren –no queremos- cortapisas, no quieren una ley que proteja a aquel que tiene algo que esconder y que castigue con multas y penas de cárcel a los que publiquen el contenido de escuchas telefónicas interceptadas en investigaciones judiciales. La “ley mordaza”, la llaman.
Me quedo con eso que denominamos el derecho de información de los ciudadanos y salgo a la calle a preguntar a esos ciudadanos qué opinan al respecto. Y me encuentro con silencio.
“No te digo lo que pienso, porque me cabreo”, me espeta tajante una quiosquera de Campo di Fiori. ¿No debería ser al revés, –me pregunto- no deberías decirme lo que piensas, precisamente, porque estás cabreada? A veces es difícil alzar la voz, pero parece que Italia se ha quedado sin cuerdas vocales. Da la impresión de que vive con una mordaza desde hace mucho tiempo. Nadie sabe en qué momento empezó a hilarse, a diluir el espíritu crítico, pero está ahí, se articula a sus anchas. Y se empeña en callar a un país maravilloso.
El paro informativo coincidió con una huelga de transportes en contra de los recortes presupuestarios y muchos han equiparado una cosa con la otra.“No sabía que la huelga afectara también a los periódicos”, confiesa una clienta del mismo quiosco . Y baja el tono de voz cuando le pregunto si hoy por hoy un italiano es libre de decir lo que piensa. “Más o menos”, sugiere. Sin embargo, cree –o dice- que el país funciona mejor desde que Silvio Berlusconi es primer ministro. Todo un enigma.
El alegato a favor de la libertad de expresión fue bautizado como “jornada de silencio”, una paradoja si no fuera porque el silencio está en la calle prácticamente los 365 días del año. Por suerte hubo gente que hace una semana lanzó un grito de hartazgo en una manifestación contra esta clase política amparada por el abuso del poder. Más gritos y puede que la cosa cambie. Pero mañana, por desgracia, muchos dirán que la huelga ha sido un éxito. Y volverá a haber silencio.
En España, mientras tanto, pensamos en el pulpo. Quizás él tenga la clave.
Hoy se ha ido alguien que confiaba. En la justicia, en la democracia, en la libertad, en la igualdad, en la literatura. Alguien a quien siempre he debido la lectura de sus obras y a quien admiraba –y admiro- por el corazón que desprendían siempre sus palabras publicadas en los diarios. Gracias al espacio que abrió en internet, su cuaderno, a menudo me contagiaba de un optimismo crítico, de un pesimismo cargado de vida, de una mirada utópica que me activaba las neuronas y despertaba en mí ansias de aprender, de leer, de actuar y de vivir. Una mirada que recupero ahora al rescatar sus críticas a la pesada obra de teatro que ensombrece el país en el que vivo. Ojalá tus páginas sigan dándonos fuerza para confiar. Y ojalá algún día, donde quiera que estés, celebres que Italia es lo que merece ser.
"Si Cicerón todavía viviera entre vosotros, italianos, no diría “¿Hasta cuando, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? y sí: “¿Hasta cuando, Berlusconi, atentarás contra nuestra democracia?”. De eso se trata. Con su peculiar idea sobre la razón de ser y el significado de la institución democrática, Berlusconi ha transformado en pocos años a Italia en una sombra grotesca de país y a una gran parte de los italianos en una multitud de títeres que lo siguen aborregadamente sin darse cuenta de que caminan hacia el abismo de la dimisión cívica definitiva, hacia el descrédito internacional, hacia el ridículo absoluto.
Con su historia, con su cultura, con su innegable grandeza, Italia no merece el destino que Berlusconi le ha trazado con frialdad canalla y sin el menor vestigio de pudor político, sin el más elemental sentimiento de vergüenza. Quiero pensar que la gigantesca manifestación contra la “cosa” Berlusconi, donde serán leídas estas palabras, se convertirá en el primer paso para la libertad y la regeneración de Italia. Para eso no son necesarias armas, bastan los votos. En vosotros deposito mi confianza."
José Saramago, 7 de diciembre de 2009. Publicado en "El cuaderno de Saramago".
Respiro el mar. Florecen recuerdos dulces. Veranos interminables. Un lugar que despierta mis ansias de primavera costera, mis ansias de mar. Es Italia. Pero todo me recuerda que he volado a otro lugar. Carrer Major o Via Carlo Alberto. Banderas conocidas y una lengua medieval. Alghero. Paseo en calma, entre palmeras y corales. Saboreo el ritmo pausado de una ciudad que no entiende de caos ni de tráfico. Un oasis, una diferencia, una curiosidad. Hablo, escucho, me cuentan. Mencionan esa ciudad que tanto amo. Barcelona. Una tierra lejana. Otra realidad.
Pero está cerca, por lo poco o mucho tiene en común con ellos. Lo primero, una lengua. Hablada, deformada con el paso de los siglos, convertida en una salsa de latinismos, sardismos e italianismos. Pero la misma lengua, al fin y al cabo. Y, lo más curioso, es que esa lengua, “la llengua catalana de l’Alguer”, no tiene aquí nada que ver con la política. Mucho con la identidad. Una identidad compartida, una riqueza cultural que unos pocos quieren conservar para evitar que la entierre el paso del tiempo, la ley de vida, el incierto trasvase generacional, la muerte de los padres, de los abuelos. “Porque forma parte de mi vida”, dicen. Porque es nuestra pequeña riqueza.
Puede que, hoy en día, ese tesoro se haya convertido en un atractivo turístico para aquellos que quieran viajar a Italia, comer pasta, ir a la playa y sentirse “como en casa”. O en un instrumento para los isleños que busquen una oportunidad en la metrópoli. Es curioso: hasta hace unos años viajar a Barcelona era una odisea. Pero vino un irlandés y propició que la ruta fuera mucho más sencilla que, por ejemplo, viajar a Cagliari, accesible sólo a través de estrechas carreteras e interminables curvas. Sí, tuvo que venir Ryanair. Antes de tirar por la borda todos los derechos del viajero, ese señor tuvo la genial idea de unir estas dos ciudades mediterráneas y crear un puente de conexiones que difícilmente podrá ser destruido a partir de ahora. Sólo queda potenciarlo.
Volví enamorada de Alghero y de Cerdeña. De sus paisajes, de su espectacular belleza natural. De la humildad de los sardos, a quienes a veces Roma ha dado la espalda, resignados a ser los hermanos pequeños de la monumental Sicilia. Pero sonríen. Encuentran la felicidad en las cosas más pequeñas, que suelen ser las más grandes.
Aproveché para conocer Palau y la Costa Esmeralda, destino exclusivo de ‘celebrities’. Bonito, sí. Pero un parque temático del lujo, artificial, “plantado” por la opulencia de unos pocos. Un paraíso de ficción. Acondicionado para el elogio de la apariencia.
Me quedo con la emoción de un ‘road trip’ de indescriptible belleza, que me ha hecho nadar entre colores infinitos. Con sabor a Italia. Con olor a verde y a mar. Porque, al margen de unicidades y palabras compartidas, Alghero y Cerdeña tienen algo muy valioso: el mar. Eso que tanto echo de menos y que, para mí, será siempre un sinónimo de felicidad.
El mes de mayo es el mes de Roma. Y descubrirla, pasearla, es uno de los mayores placeres del mundo. La ciudad se llena de vida. La gente abre las ventanas y sale al balcón. Las plazas se llenan de flores. De luz. Los mercados tienen más colores, más olores. Perderse por las calles estrechas, que suben, bajan y se entrecruzan sin ninguna lógica, es una de las cosas que hay que hacer en el mes de mayo de esta ciudad desordenada. Tan caótica que es capaz de alterar los nervios de cualquiera. Tan bella que extasía.
Y en el mes de mayo el corazón de Roma se abre como el del más susceptible enamorado. Se deja ver, se deja oler, se deja tocar. Y su corazón es blando, impredecible. Se despierta, late, brilla, ríe. Llora. Son días de sol y lluvia. Sus rincones se vacían y se llenan, sin razón y por impulso.
De día, el gentío convierte Via del Corso, la calle más grande de la ciudad, en un lugar intransitable. Pero, igual que a veces hay que respirar hondo para entender lo indescifrable, adentrarse en el corazón de Roma requiere tiempo y ganas. Abocarse a las puertas secretas de esa calle, sin rumbo, es aterrizar en un sinfín de lugares, en innumerables oasis de belleza que penetran en la retina de uno como una flecha lanzada por cupido. Y me atrevo a decir que para siempre.
Si uno supera el trasiego inicial –esquivar coches, autobuses, cruzar entre el caos y perderse entre la masa de turistas- todo lo que viene después es impagable. Trazar un itinerario no tendría sentido. El recorrido es libre. La intuición es la premisa.
Cada vez que aterrizo en Vía del Corso desde Piazza Venezia, me cuesta pensar adónde ir. Me detengo como un forastero sin mapa, desorientada por mi propia incapacidad de trazar un camino lógico.
A veces tomo Via dell’Umiltà, donde se encuentra la sede de la “stampa estera”, centro de periodistas extranjeros y ruedas de prensa. Callejeo. Me sorprendo cada vez que llego a la Fontana di Trevi. Me hipnotiza el estruendo del agua. Me irrita la mercadotecnia turística, la insistencia en el consumo de objetos inútiles de ruido estridente. Pero nada ni nadie pueden romper la magia de ese lugar, al que estos días he acudido reiteradamente con la agradable excusa de alguna visita.
El mes de mayo también es el mes de las visitas, porque -claro está- la belleza de la primavera romana no es ninguna novedad. Y me sorprendo al hacer de guía en esta ciudad que, a veces, se resiste a hacerse mía. Que me sonríe y me trastorna. Pero empiezo a quererla.
El paseo puede seguir. Piazza di Spagna queda a pocos pasos y, no mucho más lejos, Piazza del Popolo y su panorama desde el Monte Pincio, que conviene disfrutar al atardecer. Pero Roma obliga a dosificar, a elegir. Cultiva la paciencia. El plan “b” es girar a la izquierda, atravesar Piazza de Sant’Ingazio o la imponente Piazza Colonna. Descubrir iglesias, pequeños comercios, cafés, “pizzerie”... A ese lado quedan el Templo de Adriano, el Panteón y Piazza Navona.
Cada día es una sorpresa. Cada experiencia en la laberíntica Roma es un desafío a los sentidos y a la vista. Y, en días de sol y lluvia, aprendo a formar parte de esta temperamental ciudad. A vivir sin la urgencia de ver y con el sueño de que, algún día, Roma también sea para mí una ciudad “eterna”.
Dicen por ahí que el cine italiano ya no es lo que era. Puede que sea cierto. Ya no están Vittorio Gassman o Marcello Mastroiani. Ni Fellini o Passolini. Pero hay sorpresas agradables. Llegué a Ferzan Ozpetek gracias a una amiga que me proporcionó la banda sonora de su última película, “Mine Vaganti”, una de las que llegaron a la última gala de premios de la Academia del Cine Italiano. Y mereció la pena retener el nombre de este cineasta de origen turco, que firma títulos cargados de energía.
Salí del cine con una sensación indescriptible de consuelo. De entrada, podría decirse que “Mine vaganti” trata de la homosexualidad. Detrás de ese telón y de un tono de comedia se esconden decenas de reflexiones sobre la Italia actual, sobre los prejuicios, la apariencia, las relaciones humanas, el sentido del error. El miedo a dejar de ser o a ser lo que uno realmente es. La perdurabilidad de las emociones. La insolencia de “lo normal”. La aceptación.
Ozpetek presenta, en la ciudad de Lecce, a una familia burguesa propietaria de una fábrica de pasta legendaria. Un cuadro que puede darse en muchos pueblos del sur de Italia, al que sólo se puede reprochar cierta insistencia en el tópico, porque, por encima de eso, es un mosaico que arroja luz a cualquier zona geográfica.
En ese plano irrumpen cuestiones universales, preguntas con o sin respuesta y personajes perfectamente perfilados: un matrimonio "convencional", protagonizado por un padre incapaz de enfrentarse a su propia intolerancia; una abuela entregada a la libertad que no supo disfrutar de joven; una cuñada que se regala toneladas de nostalgia para aliviar su soledad y dos hijos que se debaten entre confesar su homosexualidad o sufrir en silencio. El final, si es que lo hay, queda abierto a interpretaciones y a ese interrogante que, para cada uno, es la vida en sí misma.
Todo un logro, en una Italia que se resiste a mirar hacia delante, que desmonta prejuicios y empuja a dejarse llevar como una mina.
“Mine vaganti” –Minas vagantes- se adentra en lo impredecible de la vida, en el descubrimiento de uno mismo, en la dificultad de la renuncia. Y sus diálogos golpean fuerte para recordarnos la esencia de lo que somos.
“Non bisogna aver paura di lasciare, perchè ciò che conta non ci lascia mai”