domingo, 31 de enero de 2010

viernes, 29 de enero de 2010

Redecorando

Mediodía. Vuelta de la periferia de Roma, cargada con bolsas de papel reciclado. “Ahora sí”, pienso. Después de cruzar la ciudad por el subsuelo y atravesar una de esas grandes superficies. Casi siempre odiosas, siempre abarrotadas.

Llegué a casa cubierta hasta la cabeza por el contenido de esas bolsas ecológicas. Se rompieron a cien metros de mi portal, pero gracias a un hombre que acudió a mi llamada de socorro en forma de indescriptibles gestos pude transportarlas hasta el ascensor. Volvía de Ikea.

Empezó el ritual de colocar cosas, edredón, funda de edredón, cojines y demás artilugios de dudosa utilidad. Como un farolillo con estrellas porta-velas que no pude evitar comprar en ese lugar hecho a medida del más débil consumidor. –“¿Redecora tu vida?”-. Fui al cine a ver a un graciosísimo Jude Law doblado al italiano, ante la complejidad de encontrar un cine en versión original.

El tiempo no mejora, pero no renuncio a disfrutar de los espacios cerrados. Me quedé boquiabierta con las inverosímiles apariciones de “Supermagic 2010”. Un festival de magia. Un cuento que hablaba de sueños y deseos. Un hada... Sonrisas.

Me llevaron a descubrir el barrio de Testaccio, su vida nocturna. Una improvisada visita al “Oasi della birra” y un concierto en el pequeño teatro “Cometa off”. Allí nos esperaba Pierluigi Colantoni, con un cargamento de instrumentos –precioso violonchelo- y un recital de “Soluzioni co-abitative” descabelladas hasta límites insospechados. Locura máxima. ¡Y todo cobró sentido! No podía parar de reír cuando Pierluigi decía...

viernes, 22 de enero de 2010

Pranzo

¡Por fin! Ayer mi pie me dio una tregua y decidí perderme por mi nuevo barrio. Hacía sol, así que dejé el paraguas en casa y desenfundé mis gafas. Había huelga de metro. Me subí a un autobús que me llevó rumbo a Largo Argentina. Y -¡por fin!-, había luz. Los reflejos golpean tanto como el silencio que se hace en las calles cuando cae el sol. Con un ojo puesto en el suelo –malditos ¡Sampietrini!- y otro en todo lo demás, llegué sin querer a Santa Maria sopra Minerva. Apenas había gente en la plaza, así que entré en la basílica. Y, sin querer, descubrí una de las pocas iglesias góticas de Roma.

Una extraña energía me arrastró al claustro. Ahí estaba, entre frescos. Perfecto mármol, embriagado por el olor a incienso. Perfecto Cristo redentor, con su perfecta pose. Michelangelo. Roma... Regala maravillas escondidas. A cada paso.


Recorrí varias veces las naves. Contemplé la bóveda. Cielo azul pintado de estrellas. Escondido, una vez más, tras una fachada sobria. Me trasladé al Panteón y compré una pizza al taglio a precio de oro. Disfruté de un “pranzo” solitario. Bueno, casi: fui atacada por decenas de palomas, mientras otras tantas decenas de japoneses fotografiaban sin pausa la maravilla romana y otros tantos posaban junto a los gladiadores que merodean por los lugares más emblemáticos de la ciudad. Y fui a trabajar. Y no me canso de mirar por ese balcón.

domingo, 17 de enero de 2010

Porta Portese

                                                          Carlomenta, Trastevere. Roma.

Un fin de semana de cuidado reposo a causa de mi doloroso primer encuentro con los “sampietrini” romanos –las baldosas irregulares que pavimentan la ciudad- no me ha impedido aprovechar la mañana de domingo y acercarme a conocer el mítico mercado Porta Portese del barrio de Trastevere, que me enamora por momentos. Una hilera de tenderetes se extiende cuesta arriba y cuesta abajo entre callejuelas laberínticas, donde artesanos, turistas y algún loco desorientado caminan sin rumbo.

Ahí se reúnen, desde primera hora de la mañana, miles de puestos para todos los gustos y colores, con vendedores a menudo extravagantes que se disponen a atrapar a cualquier coleccionista de antigüedades, a fetichistas, mitómanos o curiosos. Ahí se pierden, observan, regatean y fisgonean cada domingo centenares de viandantes. Y, contra todo pronóstico, tras caminar unos metros he podido comprobar que muchos también compran cosas de lo más inverosímil.

Baratijas, ropa de segunda mano –desde abrigos de visón a zapatillas usadas-, viejas muñecas de porcelana abandonadas por alguna niña aburguesada, cosméticos, herramientas, relojes de madera, teléfonos escacharrados, discos de vinilo, periódicos centenarios, cuadros falsos...

Un lugar encantador hecho para hurgar sin prisa entre cajas de cartón y polvo acumulado, donde cualquier compra exigirá posteriormente una exhaustiva operación de higiene.

Sampietrini incluidos logré pasear, mirar boquiabierta los mosaicos de la basílica Santa Maria in Trastevere y regalarle a mi paladar una rica lasagna en el también hoy descubierto Carlomenta, uno de esos restaurantes con mantel de cuadros que no entiende la separación entre mesas.

sábado, 16 de enero de 2010

Lluvia romana

Llego a la Ciudad Eterna y me cuesta ser consciente de todo lo que veo. De todo lo que me va a acompañar durante los próximos meses. Miro y me angustia no poder ver nada a través de las espesas cortinas de agua formadas por la lluvia. Una lluvia insistente, constante. Muy fuerte. Hace resbaladizas las calles adoquinadas y acorrala al forastero entre el arte y el aire que respira en ellas. Entro en la “picola” via dei Canestrari. Vuelvo atrás, avanzo de nuevo, a hurtadillas y... La veo. Es Piazza Navona.

Un mundo en sí mismo que invita a perderse entre sus encantos. A erizar el vello de cualquiera que se pare a contemplar esas figuras esculpidas en varias dimensiones. Brillan a pesar de la oscuridad y encajan a la perfección. Recrean un duelo de genios.

La lluvia cae cada vez más fuerte. Me doy la vuelta y sólo veo una puertecita verde entre tiendas de souvenirs. Presiono uno de los interruptores dorados del portero automático y de repente estoy ahí: frente a ese balcón, frente a una Piazza Navona aturdida por los puestos navideños y aún más elegante y esbelta de lo que recordaba.

Tras una pequeña visita a mi nuevo lugar de trabajo comienzo la difícil tarea de buscar piso. Quizás un techo provisional en el que aposentarme o algo parecido a un “hogar”. Encuentro una habitación luminosa y amplia, un poco lejos del centro. Pero el inmenso Coliseo me regala una mirada todas las mañanas. Y quiero caer en la tentación de cambiar el segundo autobús por un paseo.

Aún en proceso de instalación, la lluvia romana me llena de extrañas sensaciones. Inquieta por la soledad de las calles oscuras, por un futuro incierto, por los dos mil kilómetros que me separan la ciudad que he dejado atrás. También, sin poder evitarlo, siento que estoy cerca, que no me he ido. Que estoy rodeada de decorados de cartón-piedra. Y me pregunto si aprenderé a vivir entre tantas toneladas de caos y armonía.