martes, 7 de julio de 2015

Poesía para un sombrero

Bob Dylan es, por encima de todo, un poeta. Un poeta introspectivo y altivo que toca para sí mismo. Bob Dylan toca para su sombrero. Fue la sensación que tuve anoche en el Palacio de los Deportes de Madrid en su único concierto en la capital de la última década. Un concierto al que no fui con la idea de vitorear sus éxitos, porque sabía que era poco probable que nos los regalara. Sabía que el repertorio de Dylan en vivo suele ser muy sui generis, salvo que se levante ese día con ganas de satisfacer al público, algo que este artista-personaje, que vive y escapa de la alargada sombra que dejó entre los sesenta y los ochenta, no tiene ningún interés en hacer.

Quizá esa sea la parte más criticable de su concierto, en el que no hizo ninguna alusión ni al público ni a su tiempo, una conexión que, en su época grande, fue lo que le catapultó al éxito. La canción protesta, el sonido contracultural de Dylan, lo pedía el público más que sus versiones descafeinadas. Pero él, con su sombrero, tocó lo que quiso y como quiso. Lo más fuerte de la noche fue un Blowin' in the Wind al piano que costaba reconocer. Aunque yo me quedo con su particular Full Moon and Empty Arms de Sinatra. Nada de himnos de protesta ni de cambio, y eso que los tiempos están revueltos. Ni un solo guiño, ni una sola crítica social. La pausa de veinte minutos se le permite, pero eso... No.

No deja que le graben, le molesta la luz de las pantallas y no se dirige al público. Huía de los hippies, ignora a los fans de hoy. Aun así, queda su música. Quedan sus letras, sus versos. Sus poemas, su literatura. Su armónica. Sus baladas, para escuchar con los ojos cerrados, o para descifrar con un cancionero o con la ayuda de Google. Eso es, sin duda, lo que le hace único. Lo que nos recuerda porqué Dylan es -aún- tan grande. 

                                                                     Bob Dylan, Barclaycard Center, Madrid, 06/07/2015 MFE ©

martes, 23 de junio de 2015

Una caja de música



Llego a Barcelona a las 11:20. El primer día de verano me regala un lunes de trabajo en mi ciudad. Madrid-Barcelona, one more time. Una suerte empezar la semana junto al mar, para entrevistar a dos grandes de la cocina, Ferran Adrià y Christian Escribà, pastelero y maestro de Albert Adrià, el mago de los dulces de El Bulli. 

Descargamos los bártulos en el obrador de Escribà, un paraíso dulce, un nido de sueños dalinianos de azúcar, donde el merengue cuelga del techo y todo es posible: anillos de caramelo, zapatos de chocolate, figuras gigantes de merengue, amapolas de azúcar... No hay límites a la creatividad. 

La cita es más tarde y aprovechamos para ir a La Rambla a ver la otra casa de este pastelero, un pequeño local esquina con la calle del Carme, con una espectacular fachada modernista, vidrieras de mosaicos policromados hechos con la técnica del "trencadís", tan característica de la Barcelona de Gaudí.

Pero el paseo se convierte en un viaje en el tiempo cuando llegamos sin planearlo a la Casa Beethoven, una tienda especializada en partituras de música, poblada de cientos de miles de páginas de notas musicales, a la que iba con mi padre de pequeña. Siempre curioseábamos entre libros y notas. Si querías una canción, te la buscaban. Si no la encontrabas, prácticamente te la fabricaban. Casi toda mi biblioteca musical está formada por las pequeñas adquisiciones que hacía con mi padre cuando paseábamos por La Rambla. Siempre nos parábamos y, casi siempre, entre mi timidez y mi pudor de niña, me sentaba en aquel viejo piano, para hacer sonar sus teclas. "Nos hemos visto más veces", me dijo ayer el dueño. Muchas veces paré en este rincón, de mis favoritos de la ciudad, y veía el tiempo pasar ensayando alguna de esas partituras, tanteando su dificultad para ver si me atrevía con ellas o no. Un lugar cargado de magia, de los pocos que la conservan en esa abarrotada Rambla, contaminada de puestos de souvenirs y quioscos para turistas. Me emociona ver que esta casa, una auténtica caja de música, aún sigue en pie, con la autenticidad y la pasión de sus dueños, con el olor de siempre, con el eco de las notas de su viejo piano. "Aquí todavía no vendemos camisetas de Messi", me dijo Jaume, el hijo. "Vuelve pronto, vuelve pronto a tocar nuestro piano". 

Hay lugares que me hacen vibrar, y este es uno de ellos. Pocos minutos después se cayó un enorme platanero en plena Rambla. Por suerte no ocurrió nada, surrealismo barcelonés, dada la cantidad de gente que paseaba aquella hora en la que es, probablemente, la calle más transitada de Barcelona. El ruido de su desgarro lanzó la alarma y los paseantes reaccionaron a tiempo. Aunque quizá no me enteré porque se paró el tiempo en la Casa Beethoven, cuando volví a sentarme en ese viejo Stutgart a tocar. Un momento mágico, el de este primer día de verano, que despertó recuerdos que me acompañarán siempre. Una caja de música maravillosa, genuina, que sueño abrir pronto, como hacía, en un paseo por La Rambla. Per molts anys, Casa Beethoven.



viernes, 8 de mayo de 2015

Puro arte

                                                    Sábado 25 de abril de 2015, Feria de Sevilla. © MFE

Jinetes erguidos, mujeres vestidas, la herradura del caballo golpea fuerte en un camino de tierra. He aterrizado ahí casi por arte de magia, sin pensarlo, sin saberlo. Todo empezó una tarde de enero, con las ganas de visitar a nuestra buena amiga y su marido, trasladados temporalmente a Sevilla. Y, no sé cómo, me vestí de rojo y blanco. Me dejé vestir, una tarde de marzo, y amanecí prácticamente vestida esa mañana de sábado de abril en la capital andaluza. 

Salir a la calle. Me golpean toneladas de luz y soy un anacronismo más en esta ciudad llena de luz y color, en la que siento que viajo en el tiempo. Una ciudad que me impactó cuando la vi por primera vez hace un año y en la que, por alguna extraña razón, había puesto pocas expectativas. Me sentí muy afortunada de tener a un cicerone conmigo aquella vez, que me llevó de noche por la Giralda, la Plaza del Salvador y una taberna añeja en el barrio de Santa Cruz donde probé un traicionero y alegre vino de naranja. 

Rumbo a la feria. Autobús, más color, más sabor y todo cobra sentido al llegar a esa imponente “portada” que custodia las más de mil casetas de la enorme Feria de Sevilla, un recinto mastodóntico en el que me hubiera perdido de no ser por la magnífica disposición de mis generosos amigos, guías ejemplares, anfitriones de lujo, que desde el primer rebujito que me regalaron en mano me invitaron a formar parte de la película como un personaje más. Así me sentí al atravesar la portada. Por fin ese vestido rojo y blanco cobraba sentido, por fin me hallé en él, con los consejos maestros de Lucía, que si la flor por aquí, que si el pelo por allá y olvídate de tacones, "porque un día en la feria es más largo que una jornada laboral". Me hallé en ese decorado de cartón piedra, plagado de coches de caballos de día, de luces de noche, y sevillanas las veinticuatro horas, con intentos frustrados de bailarlas por mi parte. Eso ya es otro cantar. Al fin y al cabo, para hacer de figurante no hace falta. El papel principal está reservado a los sevillanos, de cuerpo y alma, que viven la feria desde lo más profundo, con una jovialidad contagiosa y un control de la apariencia que asusta. Y el día acaba casi catorce horas más tarde en lo alto de una noria, en lo alto de la feria, con una pareja que nos invita a una última copa de vino en las alturas. Mágica feria, mágica Sevilla.


miércoles, 22 de abril de 2015

Entre libros y rosas

Un año más, me toca pasar Sant Jordi lejos de Barcelona. Lejos de La Rambla, de los paseos entre tinta y aroma de rosal, llenos de sonrisas cómplices. Sant Jordi no solo es día para los enamorados. Los amigos, los padrinos, los hijos, los padres, todos salen a la calle para declarar su amor por las letras, por su ciudad y por la persona -o las personas- que tienen al lado. Rosas rojas, rosas, blancas, amarillas, azules y hasta de caramelo... Un mosaico de colores, un festival de emociones. Alegría y paseos compartidos, sin prisa. Las preocupaciones se diluyen, nos rendimos a la calle y buscamos sumergirnos en alguno de esos libros que esperan, impacientes, estar en manos de algún ávido lector.



Una de las cosas más emocionantes que he vivido es recibir una de esas rosas, aun estando lejos -y cerca, a la vez- de Barcelona, de parte de alguien que comparte mi sensibilidad por esa fecha. Además de mi padre, quien me inculcó desde pequeña el amor por esta fiesta, y mi madre, que también se emociona con ella, solo una persona supo sorprenderme en Sant Jordi con una rosa y un libro, que cada año, cuando llega esta fecha, desempolvo de la estantería con muchísimo cariño. No soy amante de las efemérides, de los regalos de calendario, ni de los San Valentines, pero Sant Jordi sí, por alguna razón, es especial para mí.

                                                                    Sant Jordi - 2000 - C. Faro. ©

Dice la leyenda que cuando la hija del rey estaba a punto ser engullida por el dragón, un apuesto caballero cambió su suerte, desenfundó su lanza y mató al animal. De su sangre brotaron rosas rojas. Es la leyenda de Sant Jordi, patrón de Cataluña y protagonista de la fiesta del 23 de abril, aniversario de la muerte de Shakespeare y Cervantes. En 1996, la Unesco declaró este día el Día Mundial del Libro y de los Derechos de Autor. Muchas otras ciudades se han sumado a la fiesta, incluso en Japón o en Venezuela. En Madrid, cada vez más librerías ofrecen descuentos en improvisados puestos callejeros, y, desde hace diez años, celebran "La Noche de los Libros", una versión vespertina de la fiesta, diferente, con menos rosas, pero también con mucho encanto, aunque toque pasarla persiguiendo a algún político, como tuve que hacer hace unos años. Por suerte también pude estar cerca de escritores como Juan Marsé, entre cuentos de Poe y poemas de Mallarmé. Nunca olvidaré ese día, ni ese año rodeada de letras. 

Llega Sant Jordi y me entra nostalgia de Barcelona. Escucho la tele y no puedo evitar pensar que hoy es un día duro para mi ciudad, y de algún modo también para las letras, por el terrible suceso que se ha cobrado la vida de un maestro. Cuánta locura.

                                                                   La viñeta de Andrés Faro de hoy en el Diari de Tarragona.


Llega Sant Jordi y me entra nostalgia de Barcelona. Me entran ganas de mar, de pasear entre libros y rosas. En Barcelona, Sant Jordi es el día laborable más festivo del año. Solteros o enamorados, de todas las edades, se escapan corriendo del trabajo para pasear por las librerías ambulantes, conocer a sus autores favoritos, bajar La Rambla hasta Colón, ver el mar y dejarse impregnar por el sabor de ese día en que la Ciudad Condal cobra su máximo esplendor. También el metro, ese lugar que tan a menudo refleja el estado de ánimo de una ciudad, abandona las caras de rutina, convertidas por un día en una celebración espontánea, casi inconsciente, que cada año se renueva, con todos los colores vivos de una primavera que llega para quedarse. Caras tímidas de chicos jóvenes, sonrisas pletóricas de madres o esposas, jubilados, niños... Todos, o muchos, con su libro y su rosa. Todos con el deseo de que la ilusión de ese día no se marchite, de poner su rosa en remojo y sumergirse en esa nueva historia con la que soñar.


Sant Jordi any 2000 - C. Faro. ©


martes, 14 de abril de 2015

Viajes y vueltas


Volver a un lugar en el que pasaste años de tu vida produce tal impacto en tu memoria que al principio, de entrada, sientes que no lo reconoces. Todo sigue igual, pero todo ha cambiado. Han pasado diez años y eres otra persona. En realidad no. Eres la misma, pero con mil vivencias más, con mil vueltas, cientos de viajes y lugares recorridos. Paseas por esos jardines, el pasillo, la clase. La sala de profesores, ese lugar vedado que ahora sí puedes pisar, porque estás en ese otro lugar. La vida, de repente, por un momento, te ha puesto ahí. Y tú has querido estar ahí. 


A veces, sin pensarlo, tomas decisiones que cambian para siempre tu camino. No sé cuánto me cambiará haber pisado el Liceo de nuevo, pero es cierto que me ha llenado de luz. He tenido que ponerme frente a casi treinta adolescentes inquietos para recordar qué es lo que me hace feliz. Hemos hablado de información, de periodismo, de la vida y de lo que ellos han querido, porque tienen una curiosidad infinita que emociona. Hemos viajado juntos al pasado. Y yo he hecho un viaje en el tiempo, para pensar en el futuro y vivir el presente, con el impulso de sus miradas de ilusión.

A veces, la rutina nos hace olvidar lo importante que es invertir nuestro tiempo en ser felices. Ser felices, en lo poco o mucho que dependa de nosotros, con lo que hacemos, trabajar no solo por la necesidad de hacerlo. Sentirnos realizados, tener un proyecto propio, ilusión, ganas de crear, de avanzar, de cambiar cosas. Algo pasa, y nos paramos a pensar que quizá debamos reconducir nuestro camino para seguir persiguiendo el sueño, los sueños que nos hacen felices. 


A veces, nos olvidamos de vivir. Crear, amar… Soñar. La vida no es nada sin esos sueños que tenemos despiertos. Y me doy cuenta de que solo hace falta pararse, de vez en cuando, entre tantos viajes y vueltas. Subir de nuevo al coche y meter la siguiente marcha a conciencia, seguir el camino, emocionarnos. Abrir la ventana, que se erice nuestra piel con el viento y sonreír, con esa mirada puesta en las pequeñas cosas que nos enseñan a vivir, entre viajes y vueltas.


"¡Perder el sueño, que desteje la intrincada trama del dolor; el sueño, descanso de toda fatiga; alimento el más dulce que se sirve a la mesa de la vida." (Shakespeare, Macbeth) 

viernes, 27 de marzo de 2015

Alteración consciente

Y, de repente, un viernes cualquiera, te alteras. Ese run-run del canal 24 horas que tienes puesto todo el día en la redacción, y en el que últimamente ves demasiada mediocridad, te recuerda que quien gobierna tu país no se lleva bien con las preguntas de los periodistas. Y te preguntas qué sentido tiene tu profesión en un momento en que los medios viven en una asfixia absoluta que impide a muchos desarrollar la investigación, el análisis o incluso el propio pensamiento. Que no hay dinero. Que hay que comer. ¿Debemos favores a quien nos informa? No. La información es poder, pero ese poder debe ser de la gente, no de los poderosos.

En mi primera clase en la universidad un buen profesor me dijo que el periodismo es contarle a la gente lo que le pasa a la gente y a mí eso no se me ha olvidado ni un solo día desde que pisé por primera vez una redacción. Habrá -ha habido- historias mejores y peores, historias que te salen de dentro y las que simplemente salen de oficio, pero siempre, y sin dudarlo, pienso en esa(s) persona(s) que está(n) leyendo, quizá a miles de kilómetros, las palabras que he escrito con un gran sentimiento de responsabilidad.

Quizá es muy fácil hablar desde la perspectiva de quien hace, por suerte, informaciones menos ásperas, más amables, y admiro mucho a los periodistas que se dedican a la política y ejercen con dignidad y éxito la profesión, a pesar de estar rodeados de mucha mediocridad. Pero me altera profundamente que toleremos esa desinformación constante de nuestros políticos, a quienes también tengo en frente de vez en cuando, con decenas de anécdotas más propias de un sainete que de una democracia. Solo deseo de verdad que, pronto, -de una vez, por favor- delante de la cámara haya alguien digno de tratar a sus ciudadanos con el respeto que se merecen.

lunes, 9 de marzo de 2015

Madrid tiene esas cosas

                                                              Vista desde el Templo de Debod.

Hace dos días ibas tapada hasta las cejas, bufanda-manta, guantes, jerseys y manos en los bolsillos. Pero, casi sin esperarlo, así, como por arte de magia, la primavera hace su aparición prematura. Quedan semanas para que empiece oficialmente pero los madrileños tienen prisa por estrenarla, aunque sus terrazas están siempre repletas. Con mantas, eso sí, pero siempre con ganas de tapeo y terraceo. Pero el invierno ya empieza a pesar y me parece irónico cuando veo a mis amigos neoyorquinos sumergidos en la nieve, casi a mediados de marzo. Aquí el cielo muestra su mejor cara. La temperatura sube de repente y la ciudad cobra una energía irrefrenable cuando sale el sol. Así es Madrid. 

Madrid tiene cosas como el Rastro, un domingo por la mañana. Hoy, un mercadillo casi sin más, parecido a muchos otros. Me recuerda al Porta Portese romano en el que tantas mañanas de domingo pasé buscando películas descatalogadas de Fellini o piedras a precio de saldo para hacer collares artresanos. Frikadas que tiene una. 

El paseo, en aquel caso acababa en el Trastevere con una carbonara muy difícil de superar y aquí desemboca en la Plaza de la los Carros con unas cervezas bajo el sol. 

                                                                          Plaza de los Carros.

El Madrid castizo tiene aún locales con solera: la lechería, el almacén de vinos, o una guitarrería, en el 12 de la calle Santa Ana, donde podemos ver al luthier trabajando sin ni siquiera entrar, porque la tienda impone respeto a los no entendidos. Esos pequeños locales añejos son los que verdaderamente dan sabor al Rastro un domingo a mediodía. Aunque es posible encontrar chollos y cosas muy curiosas, mucha de la ropa de los puestos es igual a la que ofrece cualquier otro mercadillo y las hordas de guiris abarrotan el poco espacio que queda en las pequeñas callejuelas formadas por los tenderetes. 


Se hace difícil disfrutarlo, y uno no puede evitar desviarse por las calles adyacentes y detenerse en rincones más sabrosos, como esos bares de vermú en los que no se puede ni entrar y que los madrileños saben disfrutar en la calle o pequeños negocios en extinción, exóticos para cualquiera que viva en uno de tantos barrios prácticamente despersonalizados.  

Madrid te premia con unas cervezas al sol y un paseo por el Palacio Real. El bucólico jardín del Príncipe de Anglona, escondido detrás de la plaza de la Paja, en el que nunca antes te habías detenido. Una casi puesta de sol en el Templo de Debod. Reflejos de lienzo en un cielo pintado. Madrid es un hormiguero abarrotado en el que no sabemos de dónde sale la gente, que los fines de semana se hace amable y sonríe.

                      
                 Jardín del Príncipe de Anglona.


Cae la tarde. Vuelta a casa. Quizá has caminado kilómetros, pero tu piel está cargada de energía. Ella -Madrid- se emociona con esas irreprimibles ganas de salir de su gente y despliega al máximo su belleza. Sin miedo al lunes ni a la rutina. Ni al atasco matutino. Simplemente, primavera; simplemente, Madrid.


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"Porta Portese", enero de 2010.