sábado, 24 de abril de 2010

Tormenta musical

Ayer pisé por primera vez el Circo Massimo de Roma. Una explanada inmensa. Olía a tierra mojada. A tormenta de primavera. En el siglo XXI, tiene la misma finalidad que en sus orígenes: el espectáculo. Pese a estar escondido bajo el aprecio descuidado de quienes lo custodian.

No eran carreras de cuadrigas las que congregaron ayer a miles de personas, sino un concierto para celebrar el “Día de la Tierra”. Y, después de un día espléndido, el planeta quería gritar. Una fuerte tormenta obligó a algunos a rendirse ante esos vendedores ambulantes que aparecen siempre dispuestos a vender el artilugio más –o menos- propicio: a veces mecheros, trípodes, bolsos... Ayer, paraguas. Muy acertado, para qué negarlo.

Nada más que un encuentro con un buen amigo merecía un plan tan descabellado, entre ruinas y bajo raudales de agua. Pero, por suerte y casi por arte de magia, la tormenta se esfumó al escuchar el timbre de Pino Daniele. Un polifacético napolitano que se dice cantante de blues y guitarrista autodidacta.

Ayer descubrí que este señor puede hechizar a cualquiera, hasta al menos sentimental y aun a falta de cielos estrellados. Más todavía en ese lugar sumergido entre dos colinas, donde su voz fue proyectada al infinito por una maravillosa acústica.

No estaba el saxo de Wayne Shorter, con quién ha grabado piezas como “Toledo”, cuyo descubrimiento comparto más abajo. Pero mis tímpanos aún tienen registrados los tonos agudos de esta voz, que se ha ganado todo mi respeto. Cierto es que si uno se encuentra con él por la calle jamás pensaría que es capaz de emitir semejante silbido.

Hay veladas en las que Roma puede brillar. La de anoche la cerraron los británicos Morcheeba, con la envolvente voz de su cantante original, Skye Edwards. Entonó su mayor hit para decir algo que esta ciudad tiene muy claro, pero que a veces, por impaciencia, se nos olvida.

jueves, 8 de abril de 2010

Silencio

Hablo con un compañero. Está asustado. Inquieto. Y es que -dice- el primer ministro de este país, Silvio Berlusconi, está “muy callado”. Me pregunto si ese es buen o mal síntoma, si puede desencadenar o no una vorágine política y si quizás –caso remoto- sea una señal, buena para muchos, que indique que el hombre está mayor y que aún no se ha recuperado de la agresión que sufrió hace unos meses. Pero no dejo de sorprenderme, todas las mañanas, cuando paso en autobús por Palazzo Grazioli, la residencia del político en Roma.
Delante de esa “casa” –es un palacio diseñado por un importante arquitecto barroco, Camilo Arcucci- , siempre hay gente aguardando en la puerta. Ni que decir tiene que las 24 horas hay una legión de Carabinieri custodiando el palacio. A veces hay cámaras y periodistas, porque "Il Cavaliere" reserva ese lugar para algunas citas de partido. Pero también hay niños, jóvenes, adultos y ancianos, con cámaras de fotos a punto. Ansían su salida. ¿Esperan a un ídolo? Más de una vez me he planteado bajar del autobús y preguntarles a esas personas qué demonios hacen ahí.

Cosas pequeñas como ésta me llevan a pensar que, además de una ciudad maravillosa, Roma es una ciudad-pueblo que se mira el ombligo sin la ambición de alzar la vista.

Llevo poco tiempo en Italia para comprender y mucho menos para juzgar. Poco a poco voy dibujando el esquema de las fuerzas políticas, de la historia y del presente del país. A veces ayuda hablar con gente del lugar. Pero también preocupa: ni siquiera los propios italianos, aquellos que sí alzan la vista, son capaces de explicar –ni de explicarse- el porqué del arcaísmo, del silencio, del vacío o del entramado legal que favorece a un sistema disfrazado de democracia.

Afortunadamente, no todos esperan en la puerta de Palazzo Grazzioli. Hoy llegué a la delegación, tuve el placer de escribir esta noticia (http://www.elmundo.es/elmundo/2010/04/07/cultura/1270660000.html) y descubrir que, entre tanta indiferencia, hay gente que lucha contra la impunidad.

Sabina Guzzanti aparece justo a tiempo. Ayer se cumplió un año del terremoto de Los Abruzos. Además de cobrarse 308 vidas, el seísmo devastó gran parte del patrimonio cultural de L’Aquila, el epicentro del desastre. Una ciudad medieval que al parecer es una pequeña joya arquitectónica. O lo era, porque sus habitantes aún no han visto cumplidas las promesas de reconstrucción y viven entre grietas. Eso enciende más preguntas.

Para colmo, ¡hace unos días se desplomó un trozo de la Domus Áurea!

Sólo pienso en voz alta, construyo mi esquema. Busco respuestas. Y me fascina, por ejemplo, que Italia sea el país con más lugares declarados “Patrimonio Cultural de la Humanidad” por la UNESCO. Pero, ¿de verdad eso importa a alguien?

lunes, 5 de abril de 2010

Cambio de éxtasis

En Semana Santa, Roma aturde. Mareas humanas circulan por el Vaticano y forman colas interminables en los monumentos de toda la ciudad. Además, un clima post electoral amargo. Me alejo.

Está nublado, pero el cielo brilla. Tren regional. Cuatro horas. Florencia. Verde. Colinas, casas de campo, villas. Huyo del caos. Habrá aluvión turístico en Florencia, me digo. Pero respiro otra ruta, otros paisajes, otras miradas. Anoto un nuevo destino y recuerdo lo mucho que me gusta viajar en tren, lejos de las tumultuosas terminales de los aeropuertos. Troto sobre las vías y retumban los cristales. Chu cu chu, chu cu chu. Leo a Kirmen Uribe.

“Y como los anillos de los peces, los momentos más difíciles van marcando nuestras vidas, hasta convertirse en medida de nuestro tiempo. Los días felices, al contrario, pasan deprisa, demasiado deprisa, y enseguida se desvanecen (...)”

Pienso en una receta; exprimirlos y gozarlos, sin miedo a que queden blindados. Protegerlos bajo algodones suaves, sin astillarlos.

Florencia me recibe entre nubes, pero con sol. Me apresuro a dejar la bolsa de viaje en la que será mi casa por un par de días. Una calle estrecha. Vigas, ventanas de madera y fachadas amarillas. Hora de una pizza al taglio en la piazza del Santo Spirito. A pesar del aluvión, se respira paz. Oigo carruajes, coches de caballo, y siento que he viajado en un túnel del tiempo. Soy un personaje anacrónico en un escenario medieval. En una ciudad ficticia. Desentonan mi gabardina y mis gafas de sol. Pero me integro. Boquiabierta. Me pierdo sin pensar en el deber de ver y abocándome a ese placer sin ataduras.

Tantas veces. Tantas veces había oído hablar de Florencia. Había visto su luz en las películas, había explorado su centro histórico por Internet. Viajé con miedo a la decepción. Sin embargo...

Me cuesta explicar con palabras el escalofrío que siento al llegar a la piazza della Signoria. El corazón empieza a latir fuerte, muy fuerte. Y pierdo el equilibrio entre las alturas del Palazzo Vechio y las esculturas escondidas bajo el pórtico. La fuente de Neptuno y la réplica del David. Inmortales. Me reservo la visita a los Uffizi y a la Accademia para ser capaz de recuperar el habla –y evitar las colas-. Sigo el camino, pausado, sugerido por el anfitrión, residente en Florencia. No hay nada como prescindir de una guía turística.

Y Florencia da más. La catedral. Mis pupilas se deslizan entre los minuciosos dibujos que se forman en la fachada, entre mármoles blanco, verde y rosa. Jamás pensé que pudiera regalarme tal placer estético. Creí que era un premio sólo destinado a una categoría de personas, a una sensibilidad que no me pertenecía. Me quedo extasiada y comprendo a Stendhal.

Muchos dirán que dos días son suficientes para ver Florencia, pero yo tengo la sensación de que son sólo un aperitivo para dibujar un viaje largo. Bromeo con la idea de un “retiro espiritual” cuando subo al Piazzale Michelangelo y no sé hacia dónde mirar. Sobre un cementerio de florentinos ilustres se erige otra joya, San Miniato al Monte, y respiro hondo, nuevamente impresionada por esa fachada perfecta y sus dibujos geométricos. Me embarco en mis sueños cuando me doy la vuelta y estoy sobre los contornos mágicos del horizonte de la ciudad. Sobresalen la cúpula del Duomo y la sinagoga. Fluye el Arno. Se nubla más todavía y empieza a llover. Pero no importa, siempre hay tiempo de bajar.


Saboreo vino de Chianti frente a la basílica de la Santa Croce, donde reposan los restos de genios y visionarios, como Michelangelo y Galileo. Almuerzo entre los estruendos de “Lo scoppio del carro” – “La explosión del carro”- que todos los domingos de Pascua tiene lugar en la plaza de la catedral. No olvido tocar el hocico del Porcellino y regalarle una moneda. Me deslumbro en el Ponte Vecchio con el brillo de las joyerías y la luz que atraviesa sus cristaleras.

Vuelvo al tren. Cae el sol en la Toscana. Abro de nuevo mi libro. Vuelvo a Roma.

martes, 16 de marzo de 2010

Después del caos llega la calma

Tras dos meses de lluvia ininterrumpida, salió el sol. No me lo podía creer cuando subí la persiana y la luz quebró los colores de las paredes de mi habitación. Así que me vestí con premura para volver a dar uno de esos paseos que liberan toxinas acumuladas. Y volví a perderme en la inmensidad de la ciudad y en la extraña sensación de amor-odio que genera a cada paso.

Días antes pude aprovechar unos pocos rayos de sol y pasear hasta Piazza del Popolo, Subir al Monte Pincio y sentir entre charlas las energías de Villa Borghese, aún pendiente de descubrir sus maravillas artísticas. Disfrutar de la paz de su jardín infinito, bucólico, lleno de olores suaves y rincones remotos.


Aunque muchos suben a pie, los coches se amontonan a sus puertas. Familias que dejan atrás el caos, para perderse entre turistas –¡cada vez son más!-, deportistas abstraídos y juegos de niños. Entre flores, brisas y sabor a libertad. Soñar para seguir soñando, en bici o a caballo. Bajo un árbol, con un libro. Sin prisa... Sin miedo a la lógica de lo irreal, sin temer a una ciudad tan compleja como amable. Legendaria, desquiciada, fantasmal y soñadora. Roma...


Tomé mi primer helado, a una módica temperatura de diez grados. Merodeé una y otra vez por Piazza Navona, mirando a ras de suelo, esta vez, hacia el balcón que me atrapa cada día. Al que me asomo siempre absorta. Me integré en esa plaza-pueblo llena de vida, de historias, entre guitarristas melancólicos, pintores, menús a precio de oro y dobles de Michael Jackson. Entre sus cuatro ríos. Entre caos y calma.

viernes, 26 de febrero de 2010

Pescar también es posible en la fuente de los deseos

Si algo tiene la Fontana di Trevi, entre otras muchas cosas, es que uno se encuentra con ella sin querer. Por cualquier camino. Desde cualquiera de las calles que desembocan en esa plazoleta, siempre repleta, empequeñecida o engrandecida -según se mire- por las desmesuradas proporciones del monumento. Por la ferocidad de Neptuno y sus tormentosas aguas. Pero, si algo tiene la Fontana di Trevi, es que es un escenario en sí mismo, testigo de miles de historias embellecidas por un inigualable decorado.

Aunque la lluvia no le resta ni un ápice de encanto, aproveché unos engañosos rayos de sol para detenerme frente a ella. Para sentarme en esa escalinata que reclama permanentemente la atención de los espectadores, tanto como el semicírculo de un teatro romano. Y, -¡Cuidado!- si uno se mete en el papel, puede que los caballos y tritones cobren vida animada. El espectáculo es gratis.

Más de algún atrevido se ha lanzado a las frías aguas de este espacio escénico para declarar su amor y todo el que pasa por ellas se rinde a la leyenda de “la fuente de los deseos” para tirar una, dos o hasta tres monedas. Para volver a la Ciudad Eterna, enamorarse o casarse en ella. Monedas que, en teoría, se destinan a obras de caridad. Pues bien: contemplé la escena una y otra vez, aturdida por el imprescindible clic de las cámaras de fotos que se alistan sin pausa para captar la instantánea de cada mítico lanzamiento. Pero el espectáculo llegó a su punto más álgido cuando todas las miradas, con envidia o recelo, observaban el movimiento de un artilugio que se bañaba en el pequeño estanque.

Segundos antes, un hombre había desenfundado una caña de pescar. Todos se preguntaban qué hacía, ese señor, sonriente, que parecía tener mucho que ganar y nada que perder. Se hizo el silencio. Su brazo derecho se movía cuidadosamente para dirigir el anzuelo sin desintegrar a la presa. Con calma.

Quizás muchos creyeron ver a un pez. Lo que está claro es que el señor creyó haber pescado a un pez gordo cuando se hizo con ese salmonete en forma de billete de diez euros en el que, con mucha perspicacia, había reparado. Le salió del alma una gran carcajada que paralizó a todas las miradas atónitas.
El telón cayó cuando aparecieron dos Carabinieri dispuestos a entender sin éxito qué había generado aquella extraña expectación, quizás nada sorprendente para los guardianes de esa fuente en la que todo es posible. Y Neptuno siguió coleccionando deseos.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Passeggiata

Amenazaba con llover, pero salí de trabajar y una extraña inercia me enredó por las calles de Roma. Caminé, caminé, caminé... Y me iba alejando, sin saber hacia donde mirar, del bullicio, de los puentes, escondite de decenas de gaviotas que se alzan a volar cuando sienten que un cuerpo humano se acerca. Lástima que no puedan hablar, pensaba, y verbalizar ese ascenso a mil revoluciones y ese descenso vertiginoso al todo. No al vacío. A ese todo que es Roma, pintada de color y piedra, de fachadas descompuestas que sujetan la belleza de matices infinitos y tonos oxidados.


Y pensé cómo sería estar en la piel de una de esas gaviotas, tan pequeñas, que hacen suya la ciudad sobrevolando un horizonte perfecto. Que desoyen el caos circulatorio dibujando una línea recta sobre el rostro de Roma, redondo y amable. Me pregunté si se sentirían pequeñas o libres, o las dos cosas. Subía, subía y... ¡Ecco! El Giannicolo me ayudó a hacer mío también ese horizonte, esos puentes que acababa de fotografiar y que ahora estaban ahí abajo, tan lejos. Cerca y lejos. Volví a darme cuenta de lo relativo de esos términos. Y me quedé un buen rato en el “Piazzale del Faro”, pensando en nada y en todo, desmenuzando cada una de las cúpulas que sobresalían del muro que veía en primer plano, repleto de huellas, garabatos y palabras cariñosas. Había llegado a lo más alto. Así que dibujé mi bajada, sin mapa, sin prisa, sin miedo a las nubes, entre aceras estrechas y conductores suicidas.


























Pensé que tampoco estaría mal ser embajador por un día y despertarse con esa vista cuando pasé por la residencia diplomática española. Y mis pies pudieron decir que habían superado el desafío de los “sampietrini” cuando pisaron el laberíntico Trastevere. Anochecía. Respiré el olor a queso y a embutido recién cortado. A chocolate fundido. A horno de leña y a humedad. Estaba en el otro lado del río. Volví a pensar en todo y en nada. Lo crucé. Y, después de creerme soñadora, embajadora y gaviota, reposé esa larga passeggiata con un buen corte de pizza al taglio.






viernes, 5 de febrero de 2010

El engaño de una obra de arte

Dicen que “Roma, non basta una vita”. Y yo, de verdad, empiezo a creerlo. Caminar diez metros requiere el tiempo que presten las ganas, la prisa y la debilidad o fortaleza para extasiarse con cada fachada, cada rincón, cada reliquia que se encuentra en este museo abierto que es la Ciudad Eterna. Esperaba con impaciencia el autobús, en Via del Corso. Tardaba en venir, como es habitual, así que me detuve en una bocacalle, estrecha y oscura, como tampoco deja de ser habitual cuando el sol se esconde. Me adentré en ella y llegué a una preciosa iglesia barroca. Y me di cuenta de que era la Chiesa de Sant’Ignazio di Loyola, de la que alguien me había hablado y a quien doy las gracias por no haberme contado lo que esconde para poder sorprenderme y contemplarlo atónita con mis propios ojos. No me lo podía creer cuando vi esa perfecta cúpula. Falsa. Dibujada. La miré y la remiré pensando para mis adentros dónde estaría el truco. Perspectiva pura, punto de fuga, perfección... ¡Engaño! Me acerqué a la bóveda. También falsa, hecha de impresionantes frescos. Y dejé que el tiempo pasara.
Si uno logra mirar durante unos instantes y no deja que las cervicales se resientan, las figuras cobran movimiento. Llegué a pensar que en cualquier momento iban a abalanzarse sobre mí. O quizás creí volar e integrarme en ellas. Y entonces me fui, pensando que podía acabar estampada en esa bóveda...
-Tomé un par de fotos que espero puedan reflejar lo que hay ahí dentro-