miércoles, 25 de febrero de 2015

La paella infalible en Barcelona



El tiempo pasa, pero hay cosas que siguen igual. No recuerdo cuando fue la primera vez que fuimos, pero se ha convertido en nuestro sitio de cabecera. Degustar una paella en el Xiringuito Escribà es un plan que, caiga quien caiga (invierno, otoño, primavera o verano) nos espera cuando nos reunimos. 

Mucho ha llovido en la vida de todos desde la primera vez. Amores, desamores, parejas y un niño precioso, que nos acompaña, esta vez. Un nuevo miembro en la familia, que se ha integrado a la perfección, casi sin rechistar, lo justo para reivindicar su sitio en la mesa, tirando servilletas, pero pidiendo a borbotones nuestras sonrisas, con la suya propia, que destila una inocencia infinita. Ya le queremos. Ya es parte de la familia

Más allá de lo que supongan esas comidas, una cita ineludible, el placer de recordar miradas cómplices de la familia que un día fuimos y aún mantenemos unida, a pesar del tiempo, las distancias y la madurez, este restaurante es una apuesta segura si uno quiere disfrutar de una buena paella en Barcelona. En la playa de Bogatell, entre restaurantes atrapaguiris y fotos de “el paellador”, este es uno de los preferidos de los locales, de la gente “de casa”, con una cocina abierta al público, un cuidado servicio y -lo mejor- a escasos metros del mar. Recomendables los chipirones a la andaluza, receta especial de la casa, y el arroz, en cualquiera de sus versiones. Pueden servirte las raciones en los platos pero lo mejor es comerla con las cucharillas de madera que nos sirven con la paella y disfrutar el socarrat en caliente, directamente de la paellera. Y dejen sitio para el postre: el dueño es de familia pastelera y nos traerá la infalible bandeja para que nuestros ojos, que no nuestro estómago, elijan uno de sus deliciosos dulces y sucumbamos al placer de disfrutarlos. Bon appétit!


martes, 17 de febrero de 2015

Diez planes para 'foodies' en París

                                                      Vista desde Montmartre. Abril de 2008.

Es esa ciudad a la que nunca me canso de volver. Cada viaje es una experiencia única. Cada cierto tiempo, algo suena en mi cabeza y me dice que tengo que ir, de nuevo, a París. Sin querer, se ha convertido en un deseo irreprimible, un vicio, tal vez, teniendo en cuenta lo grande que es el mundo y los muchos lugares que hay que ver. Pero me gusta adentrarme en ella poco a poco, volver a casa con la sensación de que París es, un poco más, mi cómplice. A muchos les costará creerlo, pero yo me siento como en casa. Cuando pongo un primer pie en sus calles me recorre un escalofrío muy difícil de describir, quizá por los recuerdos de los viajes pasados o porque hay mucho de Francia en mí, aunque su pueblo (y en concreto los parisinos) sea, de lejos, el más odiado del viejo continente. Me emociono cuando veo las buhardillas de pizarra, la plaza del Hôtel de Ville, el Pont Neuf, la Place des Vosges o el Boulevard Saint Germain. Y, lo mejor, me es muy difícil elegir un rincón, una imagen, mi lugar especial. Cada uno lo es, y puede serlo de muchas maneras para otros.

Por eso creo que las listas son odiosas. Cada cual tiene que coleccionar sus propios rincones, buscarlos o improvisarlos. Aun así, las recomendaciones nunca sobran, así que me he puesto el reto de recoger diez experiencias con un toque foodie, recopiladas de cada uno de mis viajes, con las mejores de las compañías, desde el primero que hice con mi padre en 1999. También con la ayuda de otros cómplices y amigos que viven allí, estos lugares formarán para siempre parte de mí, y de mi particular romance con París. 

La ciudad tiene tantos atractivos que lo mejor es no dejarse intimidar por la necesidad de ver y, simplemente, dejarnos llevar y disfrutar de lo que nos encontramos. Además de estas propuestas, este es el mejor consejo que puedo dar si vas (o vuelves) a París: pasea, pasea y vuelve a pasear; apóyate en los puentes y mira el horizonte; contempla la elegancia de las avenidas; la diversidad de su gente; adéntrate en los jardines de Luxembourg; piérdete por las calles del Marais, siéntate en una terraza y deja el tiempo pasar. La postal será tuya para siempre.

1. Endulzarte con un macaron en La Durée
                                                 Té y macarons en La Durée. Abril 2014.

Es uno de los primeros salones de té de París, donde las mujeres se reunían libremente para charlar. Todo empezó en 1862, cuando Louis Ernest Ladurée creó una boulangerie en la Rue Royale. Tras un incendio se transformó en pastelería, que posteriormente sería un salón de té, a petición de la mujer del propietario. Bendita adversidad, que propició la que hoy es una de las cunas del "macaron", uno de los dulces más sofisticados con sello francés. Bocados de colores que se pagan a precio de oro en grandes cantidades, aunque merece la pena darse un capricho en este lugar. Sentarse, pedir un té escrupulosamente servido en plata, y detenerse a contemplar los frescos del techo, mientras los turistas entran y salen y los parisinos desfilan sin detenerse ante un escaparate de pirámides dulces. Sin duda reclamo para el guiri cansado, pero merece la pena y promete regalarnos un viaje en el tiempo...

La Durée, 16 Rue Royale.

2. Les Enfants Rouges
En uno de mis barrios favoritos, el Marais, se esconde uno de los mercados con más sabor de París. Es el Marché des Enfants Rouges, donde los pequeños puestos de fruta conviven con los de comida internacional, regentados por cocineros locales. Desde China, al Líbano pasando por Italia o Etiopía, la variedad de sabores es infinita. Un buen lugar para pararse a comprar o, si no queremos cocinar, degustar un buen plato de comida caliente a buen precio. También tiene algún pequeño bar, donde se puede comer o cenar. Por la noche hay ambiente para tomar una cerveza o una copa de vino al aire libre, incluso con frío, con la ayuda de mantas y antorchas.

Marché des Enfants Rouges, 39 Rue de Bretagne.

3. Mariscada a la francesa en el Barrio Latino
                                                     Mariscada en Bar à Iode, Abril 2014.

La idea de comer ostras en París podía sonar demasiado atrevida para mi bolsillo hasta que mis amigos Sonsoles y Alex, francés y afrancesada, foodies los dos, me recomendaron uno de los secretos mejor guardados del Quartier Latin Parisino. Se llama Bar à Iode, y puede pasar fácilmente desapercibido ante el turista. Con una decoración marinera y sencilla, nos traslada a un pueblo de pescadores de la costa francesa, de norte a sur, con una gran variedad de ostras y mariscadas a buen precio. Además, el vino se cobra a tarifa de bodega. Un sitio para repetir.

Bar à Iode, 34 Boulevard Saint-Germain.

4. Café de la Paix
En mi primera visita a París, con solo 11 años, me quedé boquiabierta al entrar en este café. Es uno de los más antiguos de la ciudad, y considerado monumento histórico por el Gobierno Francés. Una obra de arte frente al edificio de la Ópera Garnier, en una de las zonas más refinadas de la ciudad. Por su proximidad con el templo de la lírica, ha acogido siempre a clientes famosos, desde Émile Zola o Guy de Maupassant hasta el príncipe de Gales. Entrar en él es viajar en el tiempo, pero tomar algo en su terraza también puede regalarnos una imagen inolvidable. Lo pagaremos a precio de oro, pero podemos estar horas viendo el tiempo pasar. 

Café de la Paix, 5 Place de l'Opéra

5. Un menú Michelín a precio de bistrot


Merluza con trigueros de Septime. Abril 2014.


Entrevisté a Bertrand Grébaut en una feria en Madrid y en seguida sentí curiosidad por probar su cocina. Treintañero, moderno y muy agradable en el trato, no oculta ser un urbanita, parisino hasta la médula, aunque crítico con su ciudad, fascinado por las materias primas y el campo. De esa ecuación nació hace tres años Septime, ubicado en una calle poco transitada de París, en el onzième, que se coló entre los cicnuenta mejores del mundo y acaba de estrenar su primera estrella Michelín. Tiene un menú de mediodía por 28 euros, que sólo se puede ir de las manos con un exceso en el champagne, aunque incluso en ese caso merecerá la pena. Boquerones, magret, espárragos con salsas impecables y toques crujientes, helados de flores insólitas o quesos franceses. Platos muy frescos y creatividad a flor de piel, con una decoración austera, rústica, que nos hará sentir como en casa, y un servicio impecable.

Septime, 80, Rue de Charonne. 

6. Un té en a la menta en la mezquita
Una de las maravillas de París es la diversidad de gentes, religiones, colores y orígenes que podemos encontrar en sus calles. Además del barrio judío, donde los comerciantes hebreos conviven con tiendas de chinos o locales, uno de los lugares donde más podemos apreciar esta riqueza es en la Mezquita. Una vez, mi amigo Edu me llevó allí a tomar un té a la menta con piñones. También hay restaurante, abierto desde mediodía hasta por la noche, donde podemos degustar un buen cuscús o tajine de cordero a buen precio. Una oportunidad para hacer una parada técnica, en el entorno de la zona universitaria, y disfrutar de la arquitectura hispanoárabe del templo musulmán más grande de Francia. Además del salón de té hay restaurante, sala de oraciones, escuela y biblioteca. 

Mosquée de Paris, 39 rue Geoffroy Saint-Hilaire.

7. Rendirse al arte de los boulangers
Entrar en una boulangerie francesa quizá sea una de mis mayores perdiciones. Hay más de 30.000 en todo el país, 3.000 de ellas concentradas en París. El oficio de boulanger es hoy una profesión muy valorada, aunque muy esclava. Cuesta resistirse al olor de la baguette recién hecha. Prohibido comprar pan fuera de ellas. Cuando presiones la barra y escuches el crujido de la corteza no podrás evitar llevarla como un auténtico parisino. Compra un buen queso, un buen vino y disfrútala. Más allá de la baguette, no concibo un viaje a París sin una tartelette aux fraises o, en su defecto, aux framboises. Son muy delicadas, pero alguna vez he comprado una a última hora para degustarla en mi espera en el aeropuerto. Sí, son bombas calóricas, pero... ¡Tienen fruta! Hace un tiempo me llevé una grata sorpresa en la pastelería Moulin Chocolat, una de mis favoritas de Madrid, en la puerta de Alcalá. No es París, pero... Saben casi igual de bien.

"París, la cuna de la baguette", EFETUR.

8. Cenar en la Rue Mouffetard
Mi primera cena en la Rue Mouffetard fue muy especial. Me entristece que el restaurante, Aux Trois Petits Cochons, cerrara para cambiar de ubicación (ahora está en Montmartre, pegado al metro de Abesses), pero me consuela saber que aquella cena se quedó congelada para siempre. En realidad, elegimos aquel restaurante por recomendación, pero lo verdaderamente imprescindible es pasear de noche por esta calle literaria del cinquième de París, una de las más vivas de la ciudad. Está poblada de restaurantes y cafés, también tiendas y mercados donde perderse entre charcuterie, viennoiserie y buenos quesos. Una wonderful narrow crowded market street, como la describía Hemingway en "A moveable feast", que regala aromas y rincones inolvidables. 

9. Saborear una buena crêpe
Prohibido sucumbir a uno de esos puestos de crêpes pegados a Nôtre-Dame o a la Tour Eiffel. Para algo hay algo en París llamado crêperies, donde con más dificultad nos darán gato por liebre. Eso sí: hay que saber buscarlas. Una de las mejores que he probado fue la de Le Sarrasin et le Froment. Después de buscar un buen rato por l'Île de Saint Louis, sin dejarnos llevar por el mal del turista -el hambre repentina que te entra después de horas de caminata y que provoca que sucumbas erróneamente al primer lugar que se topa en tu camino, con la posterior clavada y sensación de "qué mal hemos comido pero qué hambre teníamos"-, encontramos este lugar que tiene el equilibrio perfecto entre calidad, precio y una buena ubicación, para hacer una parada, rendirse al dulce o al salado -o a los dos- y seguir disfrutando de la ciudad. Mi perdición: las de jamón, queso y champiñones, las de manzana con canela y, para los más golosos, banana y nutella.

Le Sarrasin et le Froment84-86 rue St-Louis-en-l'Isle

10. Hacer un picnic en les Tuileries
                                                            Jardin des Tuileries, abril de 2011.

Una de las cosas que más me llamaron la atención en uno de mis viajes a París es la capacidad de los parisinos para hacer chic hasta lo más banal. Si tenemos la suerte de que París nos premia con un día de sol en primavera, no lo olvidaremos jamás. En uno de esos días de sol de abril, nos perdimos en un paseo por les Tuileries, otro de mis lugares favoritos. Niños, mayores y jóvenes pasaban la tarde en esas sillas de acero verde que rodean las fuentes de los jardines. Otros, sentados en el césped, leían o dormían, y de repente dos chicas se sentaron y sacaron sus dos copas de champagne, con la correspondiente botella, y unos cuantos cuencos que fueron rellenando de tomates cherry, queso cortado y crudités. Un picnic de media tarde, muy estiloso y de lo más apetecible.

                                                                         ****

Por casualidad, casi todas las veces que he ido a París, menos por trabajo, ha sido en abril. De algún modo para mí abril es París, un mes en el que he visto la ciudad con mil y un colores. Con sol y lluvia, con frío o incluso calor -recuerdo estar a 27 grados en los jardines del Museo Rodin-.

Para mí, París es belleza, pasión, grandeza y muchas más cosas. Cultura, vanguardia, libertad... Perderse en ella y descubrir sus maravillas provoca un gran placer y una irrefrenable necesidad de volver. Porque en París, lo más hermoso puede estar en lo más simple.

martes, 3 de febrero de 2015

Una de cine: el efecto Nueva York

Cuando volví de Nueva York, necesité una semana para recuperarme. No por las largas caminatas, ni por el cansancio, ni el jetlag. Apuesto que todo el que ha estado en Nueva York entiende la terrible sensación que te aturde cuando vuelves. Es como si se pinchara una burbuja, una burbuja de cine, en la que has estado flotando unos días. Y no puedes evitar pensar en lo feliz que serías viviendo en esa ciudad, -probablemente la ciudad más filmada de la historia, que crees conocer antes de conocerla- y ver todas las películas del mundo en las que los personajes recorren esos escenarios que, ahora sí, tú también has pisado, paseado y fotografiado. 

Mi buen amigo Sergio, que me acogió unos días en la ciudad, me recomendó “La vida inesperada”, una película española de la que había oído hablar sin grandes expectativas, que me emocionó, quizá por la frescura de mis recuerdos, pero también porque cuenta una realidad como un templo: las ciudades, no es lo mismo viajarlas que vivirlas. Por mucho que Nueva York sea la ciudad de las oportunidades no es evidente encontrarlas, y mucho hay que pasarlas -a veces muy canutas- para ganarse el pan, y -más todavía- lograr pagarse un techo, por pequeño que sea. 

Con una fotografía espectacular de Nueva York, que me ha recordado inevitablemente a "Manhattan", de Woody Allen, con un claro guiño en una de sus escenas, esta comedia española, de la mano de un Javier Cámara sembrado que ha protagonizado este año dos grandes películas del cine español (con "Vivir es Fácil con los Ojos Cerrados", que finalmente se ha quedado fuera de los Óscar), retrata la dificultad de buscarse la vida fuera y lo idealizado que lo tenemos a veces, como le ocurre al primo del protagonista (Raúl Arévalo), que se ve incapaz de construir una vida allí, quizá por miedo, conformismo o falta de coraje para abandonar esa vida aparentemente perfecta que en realidad no le hace feliz. 





Recomiendo la película -en versión original, por favor, sin partes dobladas que destrozan su gracia- a quienes quieran ir o hayan ido a Nueva York, pero sobre todo a todos aquellos que hayan tenido que empezar de cero. También a quien crea que en el cine español no hay buenas historias. Ésta estuvo guardada en el cajón durante años hasta que logró financiación. Más allá de Nueva York, con su imagen y su nostalgia, nos invita a disfrutar de la vida recordándonos que, aunque a veces no dependa de nosotros, hace falta valor para abrir y cerrar puertas.

“La vida tiene a veces giros inesperados y hay que estar atento y aprovecharlos”.

martes, 27 de enero de 2015

La riqueza de lo diferente

Muchos jóvenes de nuestra generación hemos nacido con el deseo irreprimible de viajar. Viajar hasta la saciedad, quemar el mundo, pisar las ciudades con la sensación de que somos parte de ellas. No somos un turista más. Descubrimos la cultura local, hablamos el idioma -o lo intentamos-, nos mezclamos con su gente y volvemos a casa con la maleta a rebosar. Si olvidáramos que salir fuera ha sido para muchos una necesidad, nos daríamos cuenta de que, a menudo, hay una causa mucho más fuerte que nos empuja a hacerlo: conocer, sumergirnos en lo desconocido, en lo diferente, para construir el puzle que compone nuestra identidad en esta sociedad atomizada. 
                                                        Viajeros esperando maletas.  Foto: 0034

Al final, mucho de lo que somos son nuestros viajes y nuestras vivencias. Cualquiera que haya vivido fuera coincidirá en que esas vivencias pueden ser más o menos duras, pero siempre serán -seguro- imborrables. Cambiarán para siempre nuestra forma de viajar -no soportaremos un hotel si podemos dormir en el sofá cama de un amigo, ni abriremos una guía si tenemos ese valioso e-mail de quien comparte con nosotros sus lugares vividos- . Nos acompañarán para siempre en nuestros pasos, nos harán más sabios, pero también más ignorantes -The more i learn, the less I know-; nos enseñarán la riqueza de lo diferente y darán, por fin, sentido a las decisiones, impulsivas o meditadas, que nos han llevado a estar ahí, en ese lugar y en ese momento. 

No, no hablo de espíritu aventurero, como diría aquella. Es, simplemente, una necesidad emocional, e intelectual, a menudo provocada por la frustración de no ver el fruto de nuestras aspiraciones, de buscar fuera una vía para cumplir nuestros sueños, sin renunciar a lo que somos y acumulando sensaciones, con la esperanza, de volver, algún día, con esos sueños cumplidos, o -si volvemos- con las herramientas para cumplirlos en casa. Alguien me dijo que nuestra generación tiene "poca tolerancia a la frustración"; creo que, precisamente, si algo hemos demostrado es nuestra capacidad para plantarle cara, invirtiendo nuestro tiempo, energía y dinero en poner a prueba nuestros sueños y proyectos.

Prueba de todo esto es "0034 Código Expat", un proyecto que verá pronto la luz, bajo el paraguas de El País, impulsado por mi amiga y compañera Nina Tramullas. Es un proyecto al que tengo cariño antes de ver sus frutos y en el que sé que me voy a ver reconocida, igual que muchos amigos y compañeros. Os recomiendo que pongáis su página en vuestros favoritos: en ella podremos encontrar recursos para hacer nuestra estancia de expats más llevadera o quizá una herramienta para superar la nostalgia de ex-expats. En ellos también me incluyo, sin saber si, algún día, volveré a estar en el otro lado, intentando, como dice Nina, "mantener un equilibrio entre el amor por descubrir una cultura diferente y la conservación de costumbres propias". 

Aviso para navegantes: esta búsqueda tiene consecuencias. Ahora no soporto la carbonara con nata, repudio a quien dice hablar perfecto italiano sin conjugar un verbo irregular, me emociono cuando escucho a De Gregori y leo los periódicos italianos como si, de algún modo, su política fuera un poco la mía. Es parte del encanto de vivir fuera: desarrollamos un amor antes adormecido por las cosas maravillosas de nuestro país, que al volver tiene que lidiar con la nostalgia de lo bueno que vivimos, con aquello que fuera sí existe y en España es impensable, y nos damos cuenta de que, en realidad, el lugar perfecto no existe. 

Sólo queremos encontrar el nuestro.



                                  El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Foto: 0034





sábado, 24 de enero de 2015

Simplemente, teatro

No recuerdo exactamente en qué momento nos hicimos amigas. Seguramente, eso sea prueba de que la amistad se forja con el tiempo, que está llena de idas y venidas. Al final lo que cuenta es lo que queda y lo que crece. Para siempre quedarán risas, exámenes, fiestas y unas clases de teatro que parecían un capítulo más de ese tiempo compartido entre adolescentes. Nadie sabía que el teatro era, simplemente, lo que le haría feliz.
Andrea estudió derecho. En Madrid, en París. Recuerdo que fui a verla y cuando le pregunté por sus clases en la Sorbonne solo me hablaba de talleres, de teatro, de circo, de crear y de otra vez de teatro. Recuerdo un paseo por el Jardin du Louxembourg, en el que me perdí yo sola porque -había solo una condición- tenía que dejar la casa esa mañana para un taller de teatro conmiladjetivos que no entendí muy bien. En ese momento, tampoco le di demasiada importancia. 

El tiempo pasó, y aquello iba cobrando fuerza. Seguía encabezando el grupo de teatro del cole, iba a clases. Terminó la carrera y ahí la cosa se puso más seria y se fue a Londres a estudiar. 

Encontré en su espectáculo de fin de carrera una excusa para viajar a Londres. Llevé a un par de amigos. Sabía que no iba a decepcionar. Que aquel sueño había cobrado fuerza y que ya no era un capítulo más. Dos años después, por las mismas fechas, volví a viajar a Londres para verla en la Ópera, con otra buena amiga. Ahí ya no había dudas. Aquello fue para ella un trabajo más, pero, mientras, se iba forjando su verdadero sueño. Había creado su compañía, habían ganado el Festival Talent en Madrid, habían estado en las tablas de Edimburgo… Todo tenía, de repente, sentido.


Haber seguido sus pasos y verla ayer en el Círculo de Bellas Artes, no solo me ha devuelto la motivación para escribir. También me ha dado una lección sobre lo potente que es la capacidad de quien sueña y cree en lo que quiere, de la fuerza que puede llegar a tener desear algo con todas tus fuerzas para lograr hacerlo real. 

El teatro, como muchas otras profesiones, es una carrera de fondo. Pero en estos tiempos es una carrera de fondo en la que los obstáculos empiezan antes de que la fuerza de un sueño pueda llegar a atravesar la mente de cualquiera. Desgraciadamente, parece que crear no está bien visto, ni, mucho menos, bien pagado. Quizá por eso muchos jóvenes renuncien, sin siquiera saberlo, a su sueño antes de dibujarlo. 

Interrupted y la trayectoria de Teatro en Vilo son una prueba de que soñar es posible, y de lo muy necesario que es en estos tiempos, en los que parece que nos han robado hasta el tiempo de soñar. Apaguemos los móviles, cerremos los ojos, y pensemos en cuál es nuestro sueño. Quizá podamos hacerlo realidad. Quizá podamos seguir soñando. O quizá podamos convertirlo, simplemente, en una vía para soportar los obstáculos de esta sociedad casi etérea, que nos está haciendo invisibles, a nosotros y a nuestros sueños. 

Y si no conseguimos soñar, al menos, vayamos al teatro.

sábado, 24 de agosto de 2013

Luces, cámara y acción: la ciudad de los sueños


Llegar a Los Ángeles en coche desde San Francisco nos permite saborear cada instante del paisaje. Después de disfrutar del road trip, la mítica playa de Santa Monica nos espera para la puesta de sol. Dejamos atrás las impresionantes casas de Malibú para pasear entre las casetas de los vigilantes de la playa. Cierro los ojos y veo las imágenes de esa serie que me acompañó durante tantos veranos. Supongo que será común en los europeos sentir que al pisar esta tierra uno entra en otra dimensión. La realidad y la rutina quedan muy lejos, suena la claqueta y empieza el espectáculo. Tantas películas, tantas series, anuncios... Muchas imágenes nos han llevado a la noria de esa playa, y si no, nos lo ha contado algún español o madrileño por el mundo. 

Aun así, uno se sorprende. Puede que haya cambiado mucho la forma de viajar y que mucha autenticidad se haya perdido por el camino. Pero, si uno se lo propone, es posible recuperar la esencia por otro lado. La alternativa al hotel, quedarse en casa de un local, es perfecta. En Los Ángeles, como en Berkeley, la suerte me regala la amabilidad de los locales para sentirme como en casa. Anthony nos espera, con su casa ajardinada, tan bonita que nos parece de película y miramos dos veces el mapa pensando que nos hemos equivocado. Nos recibe en un barrio residencial, lejos del conflictivo downtown, cerca de Hollywood y de los comercios. Es muy común entre los jóvenes americanos subalquilar alguna de las habitaciones de su casa por periodos cortos. Nuestros hosts, al menos, disfrutan mucho enseñándonos la ciudad, y así, -dicen- salen un poco de la burbuja que es Los Ángeles.

Todo en esta gigantesca ciudad gira en torno al cine. Si creía que era un tópico, me equivoqué. Cada día vienen cientos de jóvenes buscando una oportunidad en el mundo del celuloide, generalmente  con ansia de fama y dinero. Casi siempre, con un billete de vuelta. Adam trabaja en el bar de Leonardo Di Caprio. Fueron al mismo instituto. La novia de su hermano fue asistente de Penélope Cruz. El padre de Anthony diseñaba decorados para la Metro Goldwyn Mayer. Todo sabe y huele a cine. Y la ficción se hace realidad. El interminable atasco se esfuma cuando nos damos cuenta de que el conductor del coche de enfrente es Matt Damon.

Los Ángeles es una locura. Dicen que la amas o la odias. No hay término medio. Hace falta coche para moverse a cualquier lado y conducir con cien ojos. Los intermitentes simplemente no existen para los angelinos, las avenidas son anchas y cambiar de carril es un infierno. No se puede pasear fuera de los barrios residenciales. Pienso que no me costaría nada acostumbrarme en una de esas casas de Beverly Hills, que me dejan con la boca abierta. Al final, uno consigue llegar al destino, a la hora prevista y con la energía de la primera toma. Subimos al Griffith Park, cinco veces más grande que el Central Park de Nueva York. Llegamos hasta el observatorio, a lo alto de las colinas de Hollywood. Me paro, veo el skyline de la ciudad a un lado, y las famosas letras de Hollywood al otro, que nacieron como un reclamo publicitario para un barrio residencial, se cayeron a trozos, y hoy son un icono cultural americano protegido por una asociación sin ánimo de lucro. Cosas de cine.

Vamos al paseo de la fama, pisamos las huellas de las celebrities en el teatro chino. Desde 1960 más de 24.000 artistas se han hecho con una estrella de mármol rosa. Vemos el Kodak Theatre, que ahora es el Dolby, mientras la empresa de fotos intenta resurgir. No hay alfombra roja, solo un centro comercial. Quizá la parte más decepcionante del viaje. Nos espera Venice Beach, esa playa donde todo puede suceder, resquicio neo hippy, bohemio, grotesco, un paseo entre la más diversa fauna humana, entre encantadores de serpientes, cantantes trasnochados y exhibicionistas Schwarzeneggers que se entrenan en Muscle Beach, el gimnasio al aire libre que puso de moda el actor de Terminator. La noche acaba en un mexicano con buenos tacos y buenas margaritas, entre partidas de poker y música de Michael Jackson. Al día siguiente, los estudios nos esperan para rodar la próxima secuencia. Un día de ensueño entre decorados de cine, simuladores de películas de ficción y la experiencia única de vivir la fantasía de formar parte por un día de esta gigantesca industria, de una máquina perfecta de fabricar y hacer realidad sueños insólitos.

sábado, 10 de agosto de 2013

Un abrazo a la naturaleza



Las secuoyas gigantes, milenarias, me hacen pequeña. El desafío de la naturaleza impone. De repente, por arte de magia, paseo por ese bosque como si lo hubiera hecho durante siglos. Bajar del coche en pleno Valle de Yosemite y respirar el olor a resina húmeda bajo decenas de pinos. Cerrar la puerta, mirar atrás y saludar a un ciervo. Cuatro horas de conducir hacen falta desde San Francisco para perderse en este lugar en el que sólo se puede amar a la naturaleza. En él nace y fluye el cauce del Río Merced, que atraviesa todo el Estado de California. A pleno sol, el agua refleja la infinidad de este parque, con una infinita diversidad de árboles, fauna, y una flora aromática y descaradamente viva.

Subimos el sendero de las Yosemite Falls, las cataratas más altas de Estados Unidos, aunque están completamente secas en esta época. Una ligera decepción, que nos aboca a comer un bocadillo regular en uno de esos restaurantes fruto del turismo masivo -el parque recibe más de cuatro millones de personas al año- que ahora mismo genera debate en el país. Se discute la conservación de los espacios naturales, su esencia, y hasta dónde sacrificarla en favor del visitante. Desde los años setenta el valle sufre las consecuencias del tráfico y la actividad humana, pero los políticos no terminan de ponerse de acuerdo sobre su gestión.

Creo que nunca he sufrido un ¨impacto paisajístico¨ semejante. Y eso que la entrada en el parque es paulatina, muy lenta. La carretera se adentra poco a poco en el bosque, hasta hacerse más y más frondosa. Los indios vivieron en este valle unos 4.000 años. No me extraña.

La entrada en coche sólo está permitida en zonas muy concretas, así que la caminata es obligada. Después de 700 kilómetros conducidos y casi veinte caminados, lo escribo alto y claro: merece la pena.

Un par de vueltas entre cabañas y dejamos el coche. Aunque la inmensidad traiciona la orientación, en este lugar sólo apetece caminar, respirar, abrir los poros, los ojos y todos los sentidos. Happy Isles. Su nombre lo indica: la felicidad espera. Hace falta descubrirla entre lagunas, senderos empinados, acantilados y ardillas, centenares de ardillas, que sorprenden, hacen disfrutar a los niños (y a los no tan niños) y asustan a algún(a) que otro visitante. Queda claro que he las tres cosas son perfectamente compatibles.

El camino al paraíso está en la cima de la Vernal Fall. Pone a prueba pulmones y piernas, y eso permite disfrutar del paisaje. Parar, darse la vuelta y mirar hacia abajo, a la profundidad del valle, al vuelo de las águilas, e imaginar los osos que (al parecer, yo no los he visto) se esconden entre las inmensas rocas del bosque, que a media tarde deslumbran con un color intenso y blanqueado por el ardor del sol. Se escucha el flujo del río. Y se intuye la cascada, pero aún no se puede ver. Yosemite sólo regala ese privilegio a los que llegan a la cima.

Seiscientos escalones, encontronazos con ardillas y me falta el aliento. La cortina de agua impacta en la piedra de granito. El rocío golpea mi piel. Busco una roca, me siento y la miro. Me obsequia con una imagen inolvidable sellada por un perfecto arcoiris. Y yo, a la espera de sufrir las agujetas, pero con el cuerpo fresco y lleno de energía, sólo puedo rendirme, y darle un abrazo a la naturaleza.